Internet, dos décadas
Hace casi 20 años comencé a utilizar internet. Desde entonces, de una o de otra forma, he estado conectado cotidianamente a la web.
Al principio, el acceso a este medio no era gran cosa, nada que exigiera gastar más de cinco o diez minutos diarios: un correo electrónico, unas pocas páginas para navegar a través de Netscape, a una velocidad máxima de conexión de 28.8 Kbps, estándar V.34, el 0.06836% de la velocidad que hoy tengo contratada. Dicho al revés: hoy navego unas 1,463 veces más rápido y la cantidad de contenido a la que tengo acceso es muy superior.
En parte, lo escrito arriba es sólo estadística. Los efectos profundos de la revolución informática-digital encarnada en internet, su carácter protésico de la memoria, el declive de la cultura humanista y libresca que definió a Occidente durante siglos, la ruptura de los lazos sociales tradicionales y la decadencia de los valores que hace 60 ó 70 años se tomaban como absolutos, los cambios que aceleran una proletarización del conocimiento para volverlo mera doxa (abandono de la aspiración al saber o episteme), y otras catástrofes más, son la sustancia real de la web.
Apolalípticos e integrados
Si inmediatamente arriba recuerdo el título del famoso libro de Umberto Eco lo hago con nostalgia y con burla. Una cosa era hablar en un ámbito universitario de la decadencia de Occidente, sin abandonar los supuestos que dan fundamento a esa cultura; otra muy distinta es socavar sus fundamentos mediante clics en una pantalla que muestra una realidad no-real, la virtualidad pura.
Vivimos los tiempos de la post-verdad, días en que la “versión de los hechos” es 100% manipulable desde una cuenta de Twitter y los efectos de tal acción pueden ser devastadores. Internet no debió servir para esto.
Martin Heidegger, el filósofo alemán —tan vilipendiado por los humanistas bien pensantes y por los vigilantes de las buenas conciencias— no previó esto. Pero sí advirtió de los efectos de la técnica en este movimiento que nos dirige hacia el ocaso del humanismo.