V
Conocí a V hace ya muchos, muchos años, en una Ibero que no existe más, durante un curso de verano. Su clase comenzaba a las 9:00 am, de lunes a viernes y se llamó: ¿Cómo leer la novela moderna?
Su franqueza en la primera sesión nos desarmó a varios: nos confesó que no tenía ni idea de cómo abordar el curso, que no sabía cómo se leía una novela, que no entendía qué era “moderno”, que Homero o Gogol o Cervantes le parecían igualmente modernos que José Agustín o Truman Capote o Julio Cortázar. Nos dijo que él era sobre todo un lector de poesía —y agregaría: un lector sensible y fiel de poemas. Cavafis, Pessoa, Cernuda, Borges, Nietzsche, Proust y Sade, eran algunos de sus autores preferidos. Leía prosa como leía poesía, buscando imágenes, aislando instantes, encarnaciones de la Belleza, ideas que cuajaran una forma definitiva. Era un romántico, en el sentido más puro de la palabra: como Nietzsche, como Hölderlin, como Sthendal, como Wagner.
Ayer, por el frío mensajero del celular, me comunicaron que V había muerto. Falleció el 8 de febrero y me enteré tarde. Viéndolo bien, no debiera resultarme extraño saberlo así: me parece que a él siempre le gustó llegar tarde a todos lados, a su clase o a la función de cine o a la cena con amigos y amigas; algo siempre se le atravesaba por el camino, algo lo distraía, reteniéndolo de más. Inevitablemente, ofrecía disculpas, apagaba el cigarrillo que venía fumando, se sentaba y de inmediato encendía otro, al tiempo que pedía un café, dejaba distraídamente sus libros a un lado y comentaba algo que había llamado su atención durante el camino.
Fue mi maestro en muchas más cosas de lo que el currículo académico mandaba. De él aprendí un cierta sensibilidad, una cierta entonación para algunos poemas, un punto de vista para mirar esa espléndida flor que un día después sería realidad marchita, o la palabra huidiza para atrapar eso efímero y absoluto como el tiempo, y sobre todo el humor a veces genial, la risa desbordada que no le debía nada a la estupidez o a lo evidente, una alegría de estar vivo a pesar o gracias a la inteligencia, la viveza de sus ojos pequeños tras los gruesos lentes y la cita que recordaba: precisa, exacta para la circunstancia descarnada en que muchos solían confiarle casi en secreto sus problemas.
Fue mi amigo (al menos eso creo que fuimos), pero con V nunca estabas seguro. Era una persona de caprichos, de antojos, de modas, de ocurrencias, era ligero —cambiaba de amistades como mudar de zona postal. Un día vivía en casa de su madre, otro día vivía con su chichifo de turno; un día nos citábamos cada sábado en El Parnaso, en Coyoacán, para beber café, comer bisquets o sandwiches tostados de jamón y queso, opinando sobre la lolita local (que se hizo actriz y modelo playboy); otro, me dejaba de hablar y gastaba el tiempo con su grupo de amigas de Polanco, repasando en los mullidos sillones de sus salas los números recientes de Vogue y GQ, yendo de compras a Santa Fe, gastándose lo que no tenía, confiado (creo) en que su madre y su hermano habrían de rescatarlo del desastre financiero.
Aunque me resultó chocante y extraño saber que gastaba su tiempo y talento en asuntos vacuos y superficiales, con el tiempo también entendí que ese lado suyo décadent no sólo lo acercaba a autores y figuras que admiraba, también funcionaba como una broma personal, como si permitiéndose ese juego efímero se regalara a sí mismo un poco de necesaria ligereza.
Alguna vez me contó que, siendo niño, su padre le mostró la reproducción de un cuadro de Pablo Picasso: Las señoritas de Avignon. “Mi reacción fue inmediata”, me contó. “Fue como si de golpe reconociera otra forma de mirar la belleza, a través de una obra que desde entonces me encanta y que, creo, inaugura de hecho el arte del siglo XX, el arte realmente moderno”. Y hoy me resulta extraño recordarlo: ahora que rescato la última ocasión que nos vimos —nos encontramos por casualidad en el Xel-Ha de la Condesa— y alguna otra ocasión previa —para comer en mi casa—, me sorprendo al darme cuenta que su rostro final había ido adquiriendo poco a poco los mismos rasgos bidimensionales y de máscara africana que conforman los rostros de las prostitutas que pintó Picasso.
V era poeta, pero no escribía poesía: él era el poema, él quiso encarnar el poema. Por eso se metía a los barrios lumpen al atardecer, compraba caguamas y cajetillas de cigarros en tienditas, se hacía amigo de los valedores de una cuadra perdida en el desierto de concreto y polvo, los escuchaba hablar y montaba para sí mismo pasajes y escenas de El vampiro de la colonia Roma (de Luis Zapata) o de Las púberes canéforas (de José Joaquín Blanco), novelas que leyó y vivió.
La pulsión sexual sin nombre, el anonimato del asiento trasero de un auto —a veces todo iba bien; otras, no. Entonces, golpeado, vejado, maltratado, terminaba por dar en el hospital. Resulta obvio decir que había en él algo tanático, mortal, un sol negro como el de Nerval que daba siempre el mediodía en su alma. Había dolor que debía corresponderse con un evento puro y simple y violento. Pero, la verdad, no sé de qué escribo y no puedo saberlo, tanteo con las palabras pero V se aleja —habitó otro planeta, otra galaxia.
Es sencillo juzgar y es de gente simple pretender llegar a “conclusiones” apoyándose en unas cuántas líneas que escribo de prisa, a la sombra de su ausencia definitiva. No hay conclusión en el hombre; no hay moraleja en lo humano; todo es a final de cuentas simulación. Cierto lugar común establece como de mal gusto “hablar mal” de los muertos. Yo prefiero escribir de lo que fui conociendo al paso de los años, una verdad terrible que aspiró a la belleza. Sé que él también la hubiera querido —el dolor por su muerte está ahí, sigue ahí. No hay nada más qué agregar.
Quería escribir sobre él: rescatarlo del inevitable olvido, creo que se lo debo como amigo. En medio de tanta estupidez, de tanta vulgaridad, atrapado por su propia manera estúpida de morirse, V debe ser rescatado aunque sólo sea para algunos pocos que lo conocimos y que lo quisimos, que disfrutamos de su plática inteligente, de su enseñanza y de su sensibilidad, cosas tan necesarias en estos días negros y grises que toca que vivir.
Buen viaje, Enrique. Nos vemos del otro lado.