Rescoldo

Rescoldo

Todo acaba. Todo: la vida, las amistades, los momentos (cortos o extendidos) de felicidad o de tristeza, las historias y la Historia, las relaciones y las desavenencias. Todo tiene, por decirlo así, su “fecha de caducidad”. Incluso las ideas, incluso las etapas históricas y las creencias. Ya se sabe: nada es para siempre. Todo acaba.

Y así también se acaban los amores que, quizá, no debieron salir de su mustio rincón, en un desván donde por años habían estado tan quietos y tan en silencio, durante tanto tiempo.

“El amor acaba”, declamó José José, allá por 1983, en una canción cursi y facilona, de versos cortos, de esas que suelen conformar la educación sentimental de millones que se resisten a su propia finitud. And yet… Es cierto: el amor acaba.

Pero, a veces, cuando acaba, se puede convertir en un cariño profundísimo, a prueba de todo, despojado de pasión, sí, pero más duradero, menos voluble y menos sujeto a los vaivenes que impone la carne. Pero a veces, cuando acaba, sólo queda el ácido rescoldo de cenizas amargas, como la cáscara de ciertos cítricos.

En nuestra época de subjetividad hueca, casi siempre termina sólo para ser sustituido por otro, más falso, más hueco amor que carece de raíz profunda. Como las plantas de maceta y como la moda (madre de la muerte, dijo Leopardi), como el delgado césped que se siembra con semillas alteradas genéticamente, como el meme o el anuncio o el TT de Twitter, el amor (por definición) acaba. Sólo unos cuántos, los que de verdad valen, duran toda la vida.

F. Scott Fitzgerald se definió a sí mismo como “romántico”. Desde Gustavo Adolfo Becquer, en nuestra lengua, el “mero español” de Borges, este signo —romántico o romanticismo— tiene un tufo a té aguado, a galletitas secas y a señoritas enamoradas (hoy me cuentan que les llaman “mujeres empoderadas”). Incluso López Velarde no se salva de la infame cursilería con que se le cita, para alabar a su “suave patria”.

Francis Scott Fitzgerald, el último romántico.
Francis Scott Key Fitzgerald (1896-1940). (Fotografía de: Time Life Pictures/Mansell/The LIFE Picture Collection/Getty Images. Public domain.)

Pero, en la tradición de Fitzgerald, ser un romántico era un asunto que rozaba lo trágico y que se resumía en ésta, su famosa sentencia de 1935:

“The test of a first-rate intelligence is the ability to hold two opposing ideas in the mind at the same time and still retain the ability to function. One should, for example, be able to see that things are hopeless yet be determined to make them otherwise.”
(La prueba de una inteligencia de primer orden es su capacidad para sostener en la mente, de manera simultánea, dos ideas opuestas, y retener aún su capacidad para seguir funcionando. Uno debe, por ejemplo, aceptar que las cosas no tienen remedio y, aún así, estar dispuesto a luchar en contra de ello.)

—”The Crack-Up”

En esta fórmula se cifra lo que es ser un romántico dentro de la tradición de F. Scott Fitzgerald, autor de la inmortal The Great Gatsby (1925). Por eso, un romántico puede decir: “Un amor acaba… and yet…, and yet…”