Amor sin condiciones
«I had a farm in Africa at the foot of the Ngong Hills.»
—Isak Dinesen, Out of Africa
Yo tuve dos perros.
Yo tuve dos perros, macho y hembra: Aslan y Kira. Son dos y son hermanos.
Yo tuve dos perros y al separarme se quedaron con quien hoy es aún mi esposa (y que es a todas luces su “mamá” y es su auténtica dueña).
Yo tuve dos perros, Aslan y Kira. Su cumpleaños es el 12 de septiembre. Son dos hermanos y sé que nunca podré corresponder a su amor incondicional, a su amor absoluto, a su amor puro y simple y poderoso como el tiempo, el enésimo ejemplo de una ligazón que comenzó a gestarse mucho antes de que nacieran ellos o de que yo naciera.
Porque esa liga comenzó a establecerse hace muchos, muchos años, al declinar la última edad de hielo.
¿Por qué llega a ser tan poderosa la relación con un perro?
Hay razones de gran peso para que ello no hubiera sucedido. Si bien son mamíferos, no son una especie cercana al llamado homo sapiens como, por ejemplo, los serían los chimpancés.
“¿No resulta extraño —se preguntaron Wolfgang M. Schleidt y Michael D. Shalter, en un ensayo académico de 2003— que, siendo primates tan inteligentes, no hayamos domesticado a los chimpancés para hacerlos nuestros compañeros? ¿Por qué elegimos a los lobos, a pesar de que son lo suficientemente fuertes para mutilarnos o matarnos?”
Ciertos antropólogos, psicólogos y especialistas en la evolución, como Schleidt y Shalter, han establecido recientemente que la alianza entre el hombre y el can doméstico suma al menos 12 mil años; otros creen que podría ser tan larga como 38 mil años.
En todo caso, el perro fue el primer animal (y el único carnívoro, junto con los gatos) que domesticamos; y los siguientes —vacas, ovejas, cabras, aves, gatos— tardaron alrededor de 3,000 años o más en formar parte del domos. La domesticación de los felinos no ocurre sino hasta hace 5,000 mil años. Haciendo sumas y restas, faltaría un milenio para que los gatos tengan la mitad de tiempo de domesticación que ya suman los perros.
Al acariciar a un perro, al hacer contacto con él a través de la mirada, al llamarlo por un nombre propio —nombres que solemos darle a nuestra descendencia, nombres que sólo le damos a nuestros semejantes, un privilegio que tienen los perros y gatos—, volvemos a poner en acto toda esta historia de evolución: miles de años reducidos a un instante.
Esta liga con los perros es, de hecho, tan profunda que va, literalmente, de la mano con la propia evolución del hombre. Hay los que sostienen que un factor fundamental para el desarrollo de la cultura fue la sociedad hombre-perro. De manera que el perro no comenzó siendo “el mejor amigo del hombre”, sino que sucede al revés. El perro ancestral se volvió nuestro amigo través de una asociación de la que surgen, de una parte, el perro doméstico actual, y de la otra, el hombre mismo.
En ese sentido, se debería hablar de una mutua domesticación: el lobo domesticó al hombre. Lo que desmonta, por falsa, la usual interpretación de aquella frase latina, que Hobbes hizo tan famosa: «Homō hominī lupus» (o “el hombre es lobo para el hombre”), en donde al lobo se le empata con la violencia. Pero más bien ha sido al revés. Como especie, estamos en deuda con los perros y los lobos.
Domesticado, el perro trabajó para el hombre en tareas como la vigilancia, la cacería, el pastoreo, la carga y el transporte de productos y de personas.
Domesticados —es decir, siendo ya seres sociales, imitando a los lobos—, los primeros hombres dejaron de lado la ruda desconfianza mutua, aprendieron a trabajar coordinadamente, dividieron sus tareas —los machos cazaron en equipo, mientras que el cuidado de las crías quedó en manos de las hembras, tal como ya lo hacían los lobos. Fuimos domesticados —dejamos de ser hoscos animales aislados, temerosos, egoístas— imitando lo que ya hacían desde hace miles de años los lobos.
Los perros son viajeros y los primeros especímenes de perros que dieron origen a la especie moderna habrían migrado desde el este de Asia hasta Europa central. En sus viajes, se mezclaron con otras especies de perros y de lobos ancestrales. De manera que el perro de hoy tiene múltiples orígenes y, al parecer, debió ser domesticado (incorporado al domos) al menos dos veces.
Ya se sabe: un perro da la vida por su amo. Y es que hace miles de años se estableció un pacto profundo y duradero, grabado en el DNA del can y del hombre, que a la fecha sigue vigente: el hombre cuidará, dará cobijo y alimentará al perro; a cambio de ello, éste trabajará incansablemente por él y, de ser necesario, dará su vida por su amo.
Imposible no conmoverse con esta meta-narrativa, que subyace debajo de las historias y los gestos que los perros nos regalan todos los días. Imposible no igualar el amor incondicional con este sentimiento milenario, que ata al perro a su amo.
Yo tuve dos perros, Aslan y Kira: Border Collies de gran inteligencia… sí, pero sobre todo de un corazón infinito, un corazón en el que mi alma ya habita. Y el día que los tuve que dejar, algo dentro de mí se murió sin remedio.
En memoria de Blackie, de la “Chiquita” y de Lennon.