Las palabras cuentan
Hace unos días asistí, de manera virtual, a un webinar que ofreció Luis Antonio Espino, especialista en el análisis del discurso político y colaborador frecuente de Letras Libres y The Washington Post, además de publicar en otros diarios, revistas y participar en medios electrónicos.
El título de la charla fue “Defender la democracia comienza por cuidar el lenguaje”. Muchas de las ideas que siguen, Espino las expuso en su artículo “Defender la democracia empieza por cuidar el lenguaje”, publicado en Letras Libres (11/06/20).
El tema del lenguaje me resulta de especial interés, pues hace muchos años, en ese luminoso ensayo de Octavio Paz que es Posdata (1970), encontré esta frase, que me ha perseguido desde entonces: “Cuando una sociedad se corrompe lo primero que se gangrena es el lenguaje.”
El lenguaje nos constituye y es más que una herramienta de comunicación. Lacan, como se sabe, asegura que “el inconsciente se estructura como un lenguaje”.
“El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes de esa morada”.
Martin Heidegger, Carta sobre el Humanismo
Nuestro pensamiento y nuestros afectos encarnan en palabras y, si hubiera que ponerlo de manera radical, ellos son palabras. Por eso las palabras cuentan —en su doble o triple acepción: narrativa, matemática y valorativa. Y en un entorno social tan polarizado, con medios y plataformas en las que se vuelve sencillo y hasta banal recurrir al insulto y a la calumnia, las palabras cuentan y el cuidado del lenguaje es aún más importante.
¿Qué hacer?
Todos los que tenemos una mínima conciencia del momento en que vivimos, al contemplar nuestra compleja circunstancia nacional nos hacemos la misma pregunta, casi a diario: ¿Qué hacer? ¿Hacia dónde orientar nuestra acción? ¿Por dónde empezar?
En su diagnóstico de nuestra situación actual, Luis Antonio ofreció lo que en parte podría considerarse una especie de mapa de navegación, visto desde la óptica no de la sociedad en su conjunto, sino de sus élites.
Distinguió, para ello, la existencia de seis élites:
- La cultural y artística
- La intelectual y académica (profesores e investigadores)
- La de los medios (editores, periodistas y opinadores profesionales)
- La empresarial
- La política
- La de los profesionistas (los técnicos y la alta gerencia)
Para Espino, el problema es que entre esas élites no existe un discurso unificado, que las atraviese y las articule; cada una defiende en su discurso causas distintas, que guardan poca o nula relación entre sí y que a veces se excluyen.
Por ejemplo: aquellos dedicados a la cultura y al arte, defienden la existencia de los subsidios para la creación o para actividades de alta cultura o ciencia, y desestiman otros valores, como la competitividad (que destacan los empresarios) o la libertad de expresión (importante para los medios de información). Otro ejemplo: la élite política destaca como central la gobernabilidad, pero desestima el valor de la ética o de la verdad (intelectuales y académicos), o de la eficiencia (técnicos).
De manera que, continuó Espino, es como si cada discurso se expresara aislado, sin engarzarse del todo con los otros. Quizá valga la pena destacar, aquí, que “discurso” no es sinónimo “realidad”, sino que sería esa manera como describimos y nos relatamos esa misma “realidad”.
La consecuencia de que haya discursos desarticulados entre las élites es que, cuando comenzó la transición a la democracia en 1997 (el año en que el PRI perdió por primera vez el control sobre el Congreso), en México las élites no comenzaron a construir entre todas un discurso democrático articulado e incluyente, que diera razón, dirección y propósito a esa misma transición.
Nada refleja mejor ese fracaso, sostuvo Espino, como nuestra incapacidad para enfrentar en bloque la violencia que genera el llamado “crimen organizado”. Frente a este fenómeno (que es ciertamente complejo), cada élite destaca valores y aspectos distintos: la seguridad nacional, el número de víctimas, la bancarrota de los valores sociales, la incapacidad de las policías, la corrupción de autoridades o de empresarios, etcétera.
No existe un consenso en las élites (y por lo tanto en la sociedad) de que el número de asesinatos y el nivel de violencia es algo que está fundamentalmente mal; que no está bien que nos estemos matando los unos a los otros a una escala digna de un país en guerra civil (más de 53,000 mil muertos en los primeros 18 meses de este gobierno, y contando); que eso está mal y punto; que no tendremos futuro si no acabamos de tajo con la violencia y la muerte.
La mesa y el diálogo
Para Espino, esto es así porque hemos roto lo que él llamó “el espacio de deliberación”. Para aclarar este concepto, nos pidió imaginarnos una gran mesa, una en donde todos podemos sentarnos. Unos a la derecha, otros a la izquierda, unos más al centro.
Todos tenemos derecho de estar a la mesa por el hecho de vivir en este país y formar parte de esta sociedad.
Pero el convivio, lejos de parecerse discursivamente a lo que se discute en El banquete de Platón, comenzó con gritos y consignas y reclamos, de ahí pasamos al insulto y la descalificación, luego a arrojarnos la comida, los cubiertos, los vasos, la vajilla y hasta las sillas.
…Y cuando ya no hubo nada más qué aventarnos, comenzamos a hacer pedazos la mesa. Esta es la imagen de esa destrucción del “espacio de deliberación”.
Bajo la óptica del discurso, de poco sirve saber quién tuvo la culpa, pero es necesario destacar la manera como (no) discutimos (o deliberamos) los problemas. Y ahí entra lo que Espino llama la demagogia, una práctica política que, en la retórica, se distingue no por subrayar los problemas y por proponer soluciones, sino por señalar culpables y pedir castigos.
Y hay que decir que, todos, con buenas o malas razones, hemos caído en este tipo de comportamiento destructivo del discurso y del lenguaje.
Cuidar el lenguaje, defender la democracia: 5 acciones
Para salir de este estado, Espino propuso cinco acciones, sencillas y cotidianas, que en su perspectiva ayudarían a restaurar un espacio de deliberación.
- Cuidar el lenguaje. Aquí hará falta mucha disciplina y mucha imaginación, pues hay que dejar de repetir (replicar, amplificar, darle retweet) a aquellas palabras o frases —casi todas dichas desde el poder— que nos califican y que nos dividen (y en aras de la congruencia, aquí no las repito). Se trata de abandonar un cierto “marco mental de comunicación” (concepto que pertenece a las neurociencias cognitivas) y de usar otros términos para hablar efectivamente de problemas y de soluciones (lo que se llama “persistencia positiva”).
- Reconocer la demagogia. Hay que dejar de buscar culpables y de exigir castigos. Es necesario identificar los problemas para que, de manera deliberada y emotiva, podamos proponer soluciones. Hacerlo en nuestro discurso y en el discurso de otros. Y habría que recordar que las soluciones serán de todos, puesto que todos tenemos una opinión válida: nadie es dueño de todas las razones.
- Recuperar la decencia. Se trata de un valor fundamental en toda democracia: la civilidad. Es necesario tratar a todos los demás (especialmente a quienes no comparten y se oponen a nuestros puntos de vista) con respeto, se trata de evitar los insultos y las descalificaciones (se trata de que, si alguien a quien conocemos, que votó por AMLO y ahora está decepcionado, celebremos que se haya dado cuenta de su error y de darle la bienvenida). Se trata de abrir el espacio de la deliberación.
- No a la exclusión. Todos tenemos derecho a estar sentados a la mesa, nadie puede ser excluido. Porque todos formamos parte de esta sociedad, el espacio de deliberación es de todos. Hay que eliminar la díada amigo/enemigo y rescatar un viejo valor democrático: la tolerancia.
- No al outsourcing político. Debemos dejar atrás esa tendencia a que “otros hagan la chamba”. Todas las élites tiene que volver a entrar, directamente, a hacer política. Porque la política no es exclusiva de los políticos. Hay que estar pendientes de lo que las autoridades deciden por nosotros. Hay que hacerles saber, cuando no estamos de acuerdo con algo, que no contarán con nuestro apoyo o con nuestro voto. Hay que buscar en las redes sociales (Facebook, Twitter, WhatsApp) a nuestro diputado, nuestro senador, nuestro alcalde. Hay que exigirles que tomen buenas decisiones, hay que recordarles (con respeto, pero con firmeza) que ellos gobiernan para los ciudadanos y no para su partido o para el presidente o para el gobernador o sus grupos de apoyo.
En resumen: se trata de volver a darle valor a las palabras.
Luis Antonio es optimista. Si bien advierte que en el 2021 nos jugamos el futuro del país (porque una mayoría de Morena en 2021 eliminará el 2022, y quizá el 2024), sostiene que es posible cambiar el rumbo si antes cuidamos el lenguaje. Sostiene que necesitamos recuperar el país, porque el país es de todos nosotros, porque no le pertenece sólo a un grupo.
Pero es necesario empezar ya.
Porque hay poco tiempo: las próximas elecciones son importantísimas (está en juego el futuro del país) y sucederán en menos de un año. Entre más ciudadanos votemos, más difícil será que unos cuántos —a pesar del apoyo de sus clientelas y de sus incondicionales— se apoderen del país.