Contradicciones de la modernidad
Hay una profunda (y quizá irresoluble) contradicción en el corazón de la democracia y el sistema de gobierno de los Estados Unidos de América (EEUU).
La primera forma en la que se manifestó esta contradicción fue en el enfrentamiento frontal que hubo entre dos de sus padres fundadores: George Washington y Thomas Jefferson. De no haber sido por la intervención y los argumentos de John Adams, de James Madison y, sobre todo, los de Alexander Hamilton (quizá el héroe más grande de la independencia estadounidense), es muy probable que ese país muy pronto se hubiese pulverizado en diversas y pequeñas provincias, que muy pronto habrían caído bajo la influencia y dominio de algún poder europeo.
La contradicción original es esta: ¿cómo crear un gobierno que, a la vez, respete la individualidad y que genere gobernabilidad nacional? Es decir: ¿cómo ser federalista y republicano?
Esta contradicción, a su vez, se alimentaba de otra contradicción muy anterior: ¿cómo llegar a ser una comunidad que se define en tanto que huye de la intolerancia (religiosa) sin caer de nuevo en la intolerancia? O: ¿cómo no ser intolerante con los intolerantes, buscando un arreglo social en donde todos tengan igual derecho a expresarse y a vivir como mejor les plazca? En suma: ¿cómo proteger los derechos de las minorías frente a la voluntad de la mayoría?
La siguiente expresión histórica de esta contradicción profunda en el origen de los EEUU se expresó a mediados del siglo XIX, durante la Guerra Civil, y puede expresarse así: si todos los hombres fueron creados iguales y todos tienen derechos fundamentales —el derecho a la vida, el derecho a la libertad, el derecho a la justicia, el derecho a la felicidad—, ¿cómo justificar racionalmente la esclavitud —una institución de la que dependía la economía de los estados del Sur?
Hoy mismo, estas tensiones fundamentales se expresan de distintas maneras en EEUU: desde el debate en contra del derecho al aborto legal o la incapacidad para generar un sistema universal de seguridad social —algo que Alemania resolvió hace más de 100 años—, hasta los límites a la libertad de expresión o el derecho a portar armas (aunque éstas sean de asalto y semiautomáticas), entre muchos asuntos más que dividen al pueblo estadounidense.
No menor es la disputa acerca de los derechos civiles y la lucha por una plena igualdad para las minorías. Hay de hecho, en círculos liberales, la sospecha de que (a pesar de Lincoln y de la Guerra Civil) el racismo en EEUU es sistémico, es decir: que forma parte de un andamiaje social profundo y que es un fenómeno que ha sido normalizado.
Biden vs Trump
La elección presidencial que se celebrará dentro de tres semanas es, creo, la última oportunidad para que la sociedad estadounidense intente darle una nueva respuesta (aunque por fuerza sea parcial) a estas contradicciones que amenazan con detonar los fundamentos mismos de esa nación. Quiero decir: hacer estallar los valores fundamentales que le dan razón de ser.
Los EEUU han sido (para bien o para mal) un faro de libertades y valores democráticos para el resto del mundo, desde hace casi 250 años. No son un país perfecto ni mucho menos (¿qué nación lo es?), pero son menos imperfectos que las naciones europeas en su conjunto. Francia traicionó los valores de su Revolución con el Directorio (el Régimen del Terror) y luego con el imperio de Napoleón —y con los ecos imperiales aún se dejaron escuchar en los años 50 y 60 del siglo XX durante el conflicto en Indochina y la guerra de Argel. Aunque se lo toma con el acostumbrado humor inglés, el Reino Unido sigue presa de su propio sistema de castas sociales y de su insularidad. Alemania perdió su voz tras la Segunda Guerra y el Holocausto —y resulta sintomático el silencio de Martín Heidegger, el mayor filósofo del siglo XX, acerca del nazismo y el Holocausto. No son derrotas eternas, es cierto, pero pasarán muchos años y generaciones para que queden olvidadas o superadas.
Los EEUU tienen, ciertamente, una larga cauda de aberraciones y violaciones en el mundo. No son el mejor ejemplo —pero siguen representando los valores de una modernidad que no acaba por sostenerse a sí misma. La mayor prueba de ello es su enorme influjo cultural en todo el mundo desde hace 100 años.
Ojalá Biden y Harris ganen y logren encabezar un gobierno que ofrezca una vía de escape de un populismo que ha infectado a las democracias liberales de Occidente y más allá, uniendo fuerzas con la decaída Unión Europea.
Pero a mí, ¿qué?
¿Por qué dedico esta entrada a un tema al parecer tan ajeno a la circunstancia mexicana, como lo es el de las contradicciones en el núcleo de EEUU?
Porque fue ese país, EEUU, el que inspiró buena parte de nuestra llamada revolución de “independencia”. Porque fue el ejemplo de EEUU el que inspiró a los Centralistas y a los Federalistas mexicanos. Y porque, en última instancia, fue la rama estadounidense de los masones (los yorkinos), los que se infiltraron y apoyaron a los liberales mexicanos encabezados por Juárez, y los que le dieron (para bien o para mal) un rostro definitivo al Estado mexicano en la segunda parte del siglo XIX, casi 45 años después de consumada la independencia.
Y es así que, esas mismas contradicciones, expresadas con formas y contenidos distintos, han sido heredadas por los Estados Unidos Mexicanos —que es el nombre oficial de este país que llamamos México.