Apología del traidor
«El gobernante que no es capaz de traicionar es porque
está dispuesto a ser mártir o tirano.»
—Jesús Silva-Herzog Márquez, “Una defensa de la traición”
(septiembre, 2001)
Desde hace meses, el presidente López Obrador ha dicho y repetido que la llamada cuarta transformación (4t) que él encabeza se conduce a partir de tres máximas: no robar, no mentir y no traicionar.
La difusión por parte del periodista Carlos Loret de Mola de un video, que mostró a su hermano Pío López Obrador recibiendo dinero en efectivo para apoyar las campañas políticas de Morena en 2015 (recursos que no fueron reportados al INE), fue la puntilla que se sumó a otras denuncias anteriores de corrupción en el seno íntimo de la 4t —las adjudicaciones directas y sin licitación en el IMSS o en obras de infraestructura; compras de insumos a sobreprecio; la acumulación de bienes inmuebles por parte de Bartlett y del matrimonio Ackerman-Sandoval, entre los casos más sonados. Estos escándalos desmintieron en los hechos la primera de las máximas de la 4t: no robar.
Gracias al esfuerzo cotidiano de SPIN, el despacho de análisis de discurso político que dirige Luis Estrada, sabemos que, en poco menos de dos años (y sólo durante sus conferencias matutinas, las llamadas mañaneras), López Obrador acumula más de 34 mil afirmaciones falsas o “no-verdaderas”; es decir: un promedio de 73 mentiras por mañanera. Para ponerlo en contexto, habría que decir que, en casi cuatro años de gestión y en todas sus declaraciones y tuits, según The Washington Post, Donald Trump (otro populista y mitómano profesional) suma 22 mil afirmaciones falsas o “no-verdaderas”; 50 por día en promedio. Queda, por lo tanto, anulada la segunda máxima de la 4t: no mentir.
¿Y la traición?
Un viejo artículo de Jesús Silva-Herzog Márquez —quizá el más atinado analista político en México—, me lleva a meditar acerca de la traición, ya no entendida como simple deslealtad, sino como un “desplazamiento de lealtades”.
El traidor inspira el rechazo inmediato, aunque éste suele quedar atrapado entre lealtades imposibles (mis amigos o mis ideas, mi esposa o mi amante, mi partido o mis convicciones).
Sea Bruto o sea Judas —quizá los dos traidores más señalados y condenados en nuestra cultura—, en una postura moralista el traidor sólo inspira desprecio en automático. Y no deja de ser notable que, por su trasfondo religioso, el nombre de Judas se haya vuelto sinónimo del sustantivo traidor.
Apoyándose en ideas de Michel de Montaigne, de Judith Shklar, de Leszek Kolakowski, de Denis Jeambar e Yves Roucaute, para criticar un libro de Francisco Martín Moreno (Las grandes traiciones de México), Silva-Herzog rechaza la crueldad del “patriotismo vengador” que propone ese autor ante la derrota ante EE.UU. de 1847, y concluye que los juicios vertidos en ese libro son en realidad simple moralina disfrazada de patriótica indignación: “El traidor absoluto es una invención de los inquisidores”.
Tras recordar la amarga reflexión escrita por Mariano Otero a finales de 1847 (que aquí cité), Silva-Herzog asegura que la derrota de México entonces (y, agrego, todavía hoy) no se debió a la traición de unos cuantos, sino a nuestra “fragilidad social, económica, cultural del lazo nacional”.
Un asunto de fechas
Talleyrand dijo que “la traición es un mero asunto de fechas. Un héroe es un traidor oportuno.” Por eso, en política, la traición no siempre es mala y puede tener buenas razones (Silva-Herzog nos pide recordar el delicado episodio de la transición a la democracia en España y el rol negociador que cumplieron el rey Juan Carlos, el líder del PSOE, Felipe González, y el líder de los comunistas, Santiago Carrillo).
Aquí yo agregaría lo siguiente: ¿no fue la traición de las naciones indígenas al cruel y opresivo Imperio Mexica lo que hizo posible, a la postre, el nacimiento de México? Tomemos por cierto el título del estupendo cuento de Elena Garo: “La culpa es de los tlaxcaltecas”. La traición está en el origen de los que somos, porque somos —lo queramos o no— los herederos de los traidores. Admitir lo anterior implica, por fuerza, abandonar toda idealización mítica del pasado, asumir que sólo somos hombres, como lo advierte un derrotado Ricardo II, traicionado por su propio primo, Henry Bolingbroke:
For you have but mistook me all this while:
—Shakespeare, The Life and Death of Richard the Second (3.2)
I live with bread like you, feel want,
Taste grief, need friends: subjected thus,
How can you say to me, I am a king?
Una autocracia se justifica en la figura del Héroe —que no se alimenta de pan como los mortales, que no es presa del deseo, ni padece tristezas, ni necesita de amigos, pero que derrama su sangre por los demás (un mito idealizado por el romanticismo). Las democracias, en cambio, han de triunfar gracias a los traidores.
Y es por eso que “gobernar es traicionar”: cuando un gobernante no traiciona, acaba por inmolarse o por ser la causa de la devastación de su pueblo. Sobran ejemplos de ello (un relato ejemplar sobre esa ruina se encontrará en “Deutsches Requiem”, el impecable cuento de Jorge Luis Borges).
“El gobernante que no es capaz de traicionar es porque está dispuesto a ser mártir o tirano”, concluye Silva-Herzog.
Finalizo mi reflexión: ¿qué destino aguarda al moralizante gobierno de AMLO, que se inspira en esas tres máximas absolutas? ¿Será el de un mártir, como Madero, o derivará en una tiranía, como las de Juárez, Díaz, Calles o Echeverría, todos ellos más o menos arrebatados por lo Absoluto?
No sin cierto pesar admito que el camino del tirano hoy parece el más probable.