Joe Biden y el final de la pesadilla
Hace 20 años, en noviembre de 2000, cumplía casi un año y medio de vivir en Miami, Florida. La presidencia de Bill Clinton llegaba a su fin y su vicepresidente, Al Gore, se perfilaba como el sucesor. Fue entonces que, tras 36 días de litigio legal, la disputa por la presidencia terminó por resolverse en un pleito que llegó a la Suprema Corte de EEUU. Maniobras legales, chicanadas burocráticas, una minoría radicalizada y autoridades favorables al candidato republicano, terminaron por empujar la causa de George W. Bush.
Por cierto: Jeb Bush, su hermano, era entonces el gobernador de Florida.
Visto a la distancia, fue como ingresar dentro de un mundo al revés: el país “modelo de la democracia para el mundo” mostraba que su sistema electoral era una verdadera basofia, incapaz de contar con certeza los votos y ni siquiera digno de una república bananera.
Cinco años antes, México —un país que arrastraba una larga historia de elecciones fraudulentas— había ciudadanizado sus elecciones. Como resultado de ello, en 1997 el PRI perdió su tradicional mayoría en la Cámara de Diputados. Ese verano del 2000, Vicente Fox derrotó al PRI, le arrebató la presidencia y se abrió la alternancia democrática, resultado de las primeras elecciones libres y confiables en la historia del país.
Lo que vi de primera mano en Florida fue poco menos que un descarado fraude electoral, envuelto en tácticas legales, que le costó la elección a Al Gore. Quien quiera conocer más detalles sobre este vergonzoso episodio, sólo tiene que ver la estupenda película Recount (2008) o el documental 537 Votes, ambos en HBO.
Como se sabe, la elección presidencial en EEUU se resuelve por una mayoría de 270 votos en el llamado Colegio Electoral. Cada estado aporta una cantidad distinta de votos electorales, así que un candidato puede ganar el “voto popular” y, sin embargo, no ganar los votos suficientes en el Colegio Electoral. Así le sucedió a Gore en el 2000 y así también a Hillary Clinton en 2016.
Por supuesto, hay argumentos mucho más complejos que explican la actual circunstancia de EEUU. Si recuerdo la elección de 2000 es porque la elección de hoy, 3 de noviembre de 2020, podría ser también una que termine siendo cuestionada, atacada y que se vaya a tribunales. Sólo si Joe Biden y su compañera de fórmula, Kamala Harris, ganan con una clara ventaja de votos electorales, esta elección presidencial de EEUU no se resolverá en las cortes.
Por el bien de EEUU y del mundo, conviene que la transición sea lo más tersa posible. Señales ominosas: los negocios tapiados en Washington DC, en Nueva York y en otras grandes ciudades y, aunque parezca increíble, ¡una barda protectora alrededor de la Casa Blanca! Una transición atropellada o cuestionada podrá derivar incluso en brotes de violencia y hasta en un conato de guerra civil —guerra que ya se manifiesta en la resistencia de muchos grupos radicales o supremacistas, presas del terror ante el auge de la economía de China, los cambios laborales y demográficos que ha generado la globalización, así como la omnipresencia de las tecnologías de información.
Bajo ataque
La muy cuestionada democracia representativa está bajo el asedio del populismo en todo el mundo. No se trata de un asunto de buenos o malos. Si quieren prevalecer, quienes aún apuestan por la democracia tradicional necesitan reformarla y diseñar nuevos esquemas, más eficientes, que se traduzcan en mayor transparencia, para que los funcionarios entreguen cuentas a sus gobernados y se generen las mayorías necesarias para impulsar los cambios.
La globalización y el hiper-capitalismo tecnológico han generado más riqueza y oportunidades en todo el mundo. La prueba es que, en los últimos 40 años, se ha registrado una drástica reducción de pobreza en todo el mundo.
Pero esto mismo también ha modificado demográficamente a los países, generando sentimientos de temor al extraño, una sensación de mayor desigualdad y mayor de alienación. Como sucedió en mi caso, en los últimos 30 años miles de extranjeros han migrado legalmente a los EEUU, con trabajos bien pagados que, en última instancia, fortalecen la economía de ese país, pero generan la sensación entre los nativos de que les arrebatamos un puesto a un trabajador local. Ya se sabe: una primera manifestación de la intolerancia es la suspicacia hacia el extranjero, el Otro. (De paso, advierto que la minoría hispana en EEUU increíblemente apoya mayoritariamente a Donald Trump.)
Los gobiernos liberales necesitan ser más eficientes para comunicar sus logros y privilegiar a las comunidades marginadas, proteger el medio ambiente e invertir en educación de calidad, no una instrucción transaccional, que sólo entrena a sus ciudadanos con el único objetivo de volverlos “consumidores eficientes”.
Un triunfo indiscutible de Biden y Harris en EEUU será una corrección, una buena señal en la dirección correcta. Un triunfo que podría anunciar el inicio del fin de la pesadilla populista en el mundo.