Nuestra alma melancólica en conserva

Nuestra alma melancólica en conserva

No hay patria sin pueblo. ¿Puede haber pueblo sin patria? Cuando la patria no se confunde con el territorio, es posible: existen después de todo los apátridas y los descastados (que creemos que no son pueblo, pero habría que ver). Y también existen aquellos que fueron trasladados, en contra de su voluntad o no, de un territorio a otro.

Pero la historia milenaria del pueblo judío, hasta antes de la creación del estado de Israel, puede ofrecernos muchas lecciones muy valiosas sobre lo que sería un pueblo sin territorio: pueblo que habita una patria, patria que es una lengua y una fe.

La patria no es un territorio. Para entender esto, recomiendo la lectura de este viejo ensayo, de Luis González y González.

¿Y qué es el pueblo? ¿Quién forma parte de él? ¿Todos? ¿Una mayoría? ¿Habrá quien no sea pueblo? ¿Se trata de un monopolio reservado para las “clases populares”? ¿Acaso todos somos pueblo?

Busto de Marco Tulio Cicerón, Museo Capitolino de Roma.
Busto de Marco Tulio Cicerón, Museo Capitolino de Roma.

Demagogia

Uno de los primeros efectos del discurso demagógico es separar al pueblo del anti-pueblo: nosotros en contra de ellos.

Se trata, como enseña Patricia Roberts-Miller, de una distinción profundamente antidemocrática. El líder demagógico define, a priori, quién es pueblo y quién no lo es, y a partir de ahí, la historia patria se interpreta como un una guerra de “nosotros contra ellos”.

Y ellos siempre son el enemigo (léanse distintos ensayos del filósofo y jurista nazi Carl Schmitt) .

En el discurso demagógico, el enemigo no está fuera, sino dentro. Ser pueblo se vuelve así en la característica de algunos, pero no es algo propio de todos.

En una democracia, todos somos pueblo. Lo que nos une no son las coincidencias, sino un acuerdo que se ha establecido y que suscribimos para dirimir nuestras diferencias. En la medida en que reconocemos ese acuerdo, somos pueblo.

Pero ha sido la naturaleza demagógica de nuestros políticos y líderes lo que ha torcido desde hace casi 200 años este entendimiento, provocando una división entre el pueblo (los jodidos) y el no-pueblo (los favorecidos por el régimen demagógico, ¡incluyendo a los propios demagogos!).

El ingreso pleno a la democracia en el año 2000 debió sentar las bases para corregir esa distorsión histórica. Pero como muchas otras cosas más, no fue un tema atendido, porque explotar la idea de que hay malos y buenos y de que el enemigo está dentro, es a fin de cuentas muy rentable políticamente y le garantiza a los demagogos seguir en el poder.

Pero, aunque sea el beneficiario, el demagogo no es el agente responsable o el causante de esta situación. La demagogia siempre será una cierta expresión del pueblo y siempre reflejará lo peor de su naturaleza. El demagogo es entonces la expresión concreta de una cierta identidad nacional; el demagogo es el síntoma, pero no es la enfermedad.

Por eso la pregunta acerca del demagogo lleva a la pregunta sobre el pueblo: ¿qué pueblo, o qué sociedad, elige, aplaude, apoya, cree a pie juntillas en el demagogo? Decir que el demagogo y la demagogia es un problema de ellos, y que no es de todos, es caer en el mismo garlito que identifica y explota el propio demagogo.

Porque el demagogo se da en un contexto, y ese contexto lo sostenemos todos cuando aceptamos sus premisas. Y la principal premisa siempre es que nuestros problemas se reducen y expresan en una guerra de ellos contra nosotros.

Recuérdese: en una democracia, todos somos pueblo. Lo que nos une no son nuestras coincidencias, sino el acuerdo que hemos establecido y que suscribimos para dirimir nuestras diferencias. En la misma medida en que reconocemos ese acuerdo, todos somos pueblo.

El pueblo

A partir de los niveles de aprobación que hoy recibe nuestro Demagogo, hay que asumir y aceptar que el mexicano promedio —rico o pobre, educado o sin educación, laico o creyente, urbano o rural, joven o viejo— es un niño de pecho, es un infante —y aquí me atengo a la etimología del término: infante: el que no tiene voz.

Lo anterior no es una metáfora, ni mucho menos, es literal: niños de pecho con el cuerpo (y la fuerza) de adultos.

Y hay que aceptar que no hay nada que hacer.

Como el mexicano promedio es un infante, también es: dependiente, fanático, idólatra, carece de palabra (no tiene nada qué decir, y tampoco puede cumplir lo prometido), vive pegado a la teta materna, requiere que alguien más le resuelva la vida, no puede ser crítico, tampoco hacerse responsable, es incapaz de leer (es decir: de comprender y no sólo entender o repetir información), siempre culpará a otros, siempre es víctima, es rencoroso y busca la venganza, y necesita y exige de un Pastor que lo guíe, y todo lo anterior explica al Demagogo en Palacio, pero también a buena parte de nuestra clase política y de la clase empresarial y de todas las demás élites (academia, arte y cultura, periodismo, gerentes y directores, líderes sociales)…

AMLO y Morena no son la enfermedad, son el síntoma…

La circunstancia del país, hoy, ya resulta muy similar a la de 1982: el desastre que está a la vista (para los que lo podemos ver) podría terminar por romper al país en mil pedazos…

¿Hay salida?

Creo que por ahora sería muy útil (y nos podría dar cierto consuelo a unos cuantos) leer de otra manera obras como Canto a un dios mineral (Jorge Cuesta), Muerte sin fin (Gorostiza), pero también comprender muchas canciones de Lara, de José Alfredo y de Juanga… Así reconoceremos qué es Patria.

Nietzsche decía que siempre debemos atender lo alto y lo bajo —y para nosotros, eso alto y eso bajo es lo que el gran poeta César Vallejo llamó, con gran poesía, “nuestra alma melancólica en conserva”.