El putsch de Donald Trump
El Putsch de Múnich (o Putsch de la Cervecería), fue un fallido intento de golpe de Estado que llevaron a cabo los nazis, en la ciudad de Múnich, entre la tarde del 8 y la madrugada del 9 de noviembre de 1923.
El golpe fue liderado por Adolf Hitler, entre otros, quien desde el 29 de julio de 1921 era el líder del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (el Nationalsozialistische Deutsche Arbeiter Partei o NSDAP), un partido que fue fundado en 1919 por Anton Drexler, furibundo nacionalista que rechazaba los duros compromisos adquiridos por Alemania, tras su capitulación en 1918 y la firma del Tratado de Versalles (1919).
El plan de Hitler y de sus secuaces (Rudolf Hess, entre ellos) era apoderarse del gobierno de Múnich, la capital del influyente estado de Baviera, y así estar en mejor posición para derrocar al frágil gobierno de la llamada República de Weimar.
Los golpistas fueron arrestados; Hitler y Hess terminaron en la cárcel. Durante su estancia en prisión, Hitler escribió su célebre autobiografía, Mein Kampf (Mi lucha, 1925), uno de los libros más influyentes en Alemania —y en el mundo— durante la década de los años 20 y 30, y que le ganó las simpatías de cientos de miles de alemanes, frustrados y resentidos por la situación de Alemania.
A la larga, el putsch probó ser el ominoso anuncio del posterior arribo de los nazis al poder, en 1925. Los ingenuos liberales (alemanes, europeos, de todo el mundo) descalificaron a Hitler, tachándolo de loco, de insensato, de payaso. Pero cuando quisieron enfrentársele, ya era demasiado tarde. Después de las elecciones de 1932 para elegir un nuevo gobierno (elecciones, hay que decirlo, llevadas a cabo democráticamente), el NSDAP obtuvo 32% de los asientos en el parlamento y Hitler fue nombrado canciller de Alemania por el presidente Paul von Hindenburg, en enero de 1933.
Dos meses después, sucedió el incendio del Reichstag, el parlamento alemán (un episodio que en el momento no se aclaró del todo). Hitler lo usó como argumento para convencer a Hindenburg de que disolviera el parlamento y convocara a nuevas elecciones, que le dieron a los nazis la mayoría de escaños que no habían obtenido antes. Cuando el anciano presidente alemán murió, casi un año después, Hitler consolidó todo el poder político en su persona, como Führer und Reichskanzler (líder y canciller) de Alemania.
El resto es historia.
Fascismo americano
Recordé el episodio del Putsch de Múnich y el ascenso de Hitler y los nazis al poder mientras miraba, incrédulo, las escenas en vivo de la insurrección y el asalto al Capitolio que protagonizó una turba de simpatizantes de Donald Trump, el presidente de EEUU. No son pocos los que advirtieron, desde hace 5 ó 4 años, del riesgo de que un episodio así podía suceder.
Se trató, sin duda, de un claro intento de golpe de estado, pues las acciones estaban claramente encaminadas a imposibilitar la certificación de la elección presidencial de noviembre (una ceremonia que solía ser un mero trámite), y quizá también a secuestrar o asesinar a miembros del Congreso, o crear un caos tal que Trump pudiera declarar un estado de excepción que le permitiría mantenerse en el poder, ignorando la voluntad popular expresada en los votos.
Como el Putsch de Múnich, la insurrección de Trump también fracasó. Pero no hemos visto todavía la cancelación del fanatismo y de la polarización que alimentó por años el 45º presidente de EEUU. La toma del Capitolio podría ser el primer anuncio de que una etapa muy oscura dominará la vida pública de ese país. Hay además evidentes paralelismos entre la figura de Trump y las de otros dictadores autoritarios, como Hitler, Josef Stalin o Benito Mussolini. Y el paralelismo aplica también al llamado trumpismo, a la derecha radical y a los movimientos que encabezaron esos tiranos históricos.
Poder y estado de derecho
Para nosotros, ultrajar edificios y espacios que en una república democrática simbolizan el sagrado poder de la gente —evito el gastado término “pueblo”, demasiado manoseado y abusado por nuestros demagogos— es algo (tristemente) común.
No nos escandaliza que ciertos personajes irrumpan a caballo en la Cámara de Diputados, que haya tomas de la tribuna y que nuestros representantes se líen a golpes o se insulten de la manera más vulgar, mientras discuten los asuntos nacionales (el fracaso de la palabra, el triunfo de la violencia).
No nos escandaliza porque, a fin de cuentas, se trata de recintos que a nuestros ojos carecen de la legitimidad (que en teoría tienen).
Nuestra concepción (nuestra idea o creencia) del poder es infantil, religiosa, personal y monárquica: por eso naturalmente esperamos que todos los problemas sean resueltos de inmediato por el Presidente/Tlatoani en turno y no a través de la lenta y difícil construcción de instituciones, procedimientos, leyes y reglamentos —la lenta construcción de una nación para todos.
No importa que seamos (o creamos ser) de izquierda o liberales: nuestra secreta concepción del poder (infantil, religiosa) raya, en los peores casos, en el fanatismo.
Por eso nuestro liberalismo suele ser un liberalismo ingenuo: adoptamos una serie de ideas y las imitamos como simios, pero no defendemos las convicciones morales de donde surgieron tales ideas. Ni siquiera sospechamos que tales ideas existan gracias a esos fundamentos éticos.
Y lo mismo se puede afirmar de nuestro muy peculiar marxismo —una ideología que ha sustituido a la caduca fe católica. Se trata casi de un oximóron: un marxismo religioso (y su formalización dogmática se llama Teología de la Liberación). ¿O a nadie le parece extraño y sospechoso que prácticamente todos los líderes históricos de la llamada izquierda hayan sido educados en colegios confesionales, o que el comunismo haya triunfado en sociedades profundamente religiosas?
Fanáticos y un líder demencial
Pero todo lo anterior no significa que el ataque al Capitolio a manos de una turba de rabiosos trumpistas, de nacionalistas resentidos y de fanáticos de la red QAnon —una secta que sostiene las más descabelladas teorías de conspiración— no sea un verdadero escándalo y una tragedia. La última vez que ese edificio sufrió un ataque directo fue durante la guerra británico-estadounidense de 1812. Ese año, un ejército extranjero tomó por asalto a Washington D.C., incendiando el Capitolio y la mismísima Casa Blanca.
En cambio, el ataque del pasado 6 de enero lo llevaron a cabo cientos de terroristas domésticos —supremacistas blancos, nacionalistas extremos, neo-nazis, fanáticos de la red QAnon y de sus mentiras— que querían generar el caos, interrumpir la certificación de la elección presidencial y, al parecer, “cazar” a los representantes y al propio vice-presidente Michael Pence, a quien consideran un traidor a la causa de su Gran Líder, su Führer und Reichskanzler: Donald Trump.
El relato es demencial, pero es el que le corresponde justamente a una presidencia demencial. La destrucción causada por Trump va más allá de haber dañado (lanzando mentira tras mentira tras mentira) el delicado entramado institucional y legal del sistema político-electoral estadounidense. Pero su legado más ominoso es, sin duda, haber alimentado las teorías de conspiración y el resentimiento de amplios sectores del pueblo estadounidense —hay que recordarlo: más de 74 millones votaron por reelegir a Trump.
Ciertamente, la violencia electoral está en el DNA de los EEUU y ha estallado en muchos momentos de su historia. Se debe agregar que el intento de sedición del miércoles deja al descubierto uno de los rostros de EEUU, como aquí se sostiene.
La futura presidencia de Joe Biden deberá comenzar por decirle esta cruda verdad a los estadounidenses y convencerlos de que se atrevan a verse al espejo, como una condición previa para resolver los problemas que los aquejan: racismo sistémico, ignorancia, xenofobia, irresponsabilidad climática y una tendencia a aislarse del mundo, en un momento que ya no nos permite ignorarlo o darle la espalda. El mejor antídoto contra el autoritarismo es decir la verdad, por dolorosa que sea. El reto será enorme.
[Preguntémonos de paso esto: Tras el paso de la rabiosa turba, constituída en su mayoría por “personas” de raza blanca, y que dejó tras de sí a cinco personas muertas, decenas de heridos, daños al mobiliario, vidrios rotos, oficinas vandalizadas, botellas de plástico tiradas, carteles, banderas abandonadas, etcétera, ¿quienes limpiaron el desorden? Los negros y los hispanos… como siempre. Hay una imagen conmovedora, de un congresista de origen asiático (Andy Kim, Demócrata de Nueva Jersey), de rodillas, con una bolsa de plástico al lado, ayudando a limpiar el chiquero que dejaron los muy indignados blancos, en este enlace a The Washington Post.]
Si las imágenes que se difundieron el miércoles anuncian algo, es que las tensiones al interior de EEUU apuntan a hacer estallar a esa sociedad en mil pedazos. El problema no se va a resolver sólo con el encarcelamiento de todos los responsables (incluyendo, quizá, al propio Trump y a sus secuaces). Todo esto son síntomas de un mal más profundo y más antiguo en el alma de ese país. Es muy difícil ser optimista ante tal escenario.
Años críticos
Peter Turchin, el científico ruso-estadounidense que, a partir de la conducta y evolución de grupos de insectos, desarrolló modelos matemáticos para establecer algunas leyes en ecología —y que, sobre esas mismas bases, pero aplicadas a la evolución de sociedades humanas, ha propuesto algunas leyes generales para la historia—, anticipó hace unos meses (en esta entrevista) que, de acuerdo con sus modelos matemáticos, EEUU se encamina desde hace varias décadas hacia una etapa de enorme inestabilidad y de violencia. Los siguientes años serán críticos, predijo.
Las teorías de Turchin, ciertamente, son debatibles. Muchos le responderán que los seres humanos no son insectos, que tienen libertad, que son racionales y que no actúan por instinto.
Un lugar común agrega que ningún animal podría pintar la Capilla Sixtina, o descubrir las leyes generales de la gravitación universal y expresarlas matemáticamente, o componer la Novena Sinfonía, o escribir un drama como Hamlet. Lo cual es verdad… como también lo es que no todos somos Miguel Ángel, o Newton, o Beethoven, o Shakespeare.
De hecho, hay que decir que la gran mayoría de los seres humanos no son libres, que no ejercitan su razón y que suelen actuar por instinto.
La turba que invadió al Capitolio, el pasado 6 de enero, es una prueba más de lo anterior.