Diálogo, escucha, democracia
La demagogia (que siempre se sirve de la democracia) se apoya en la exaltación de los sentimientos por encima de las ideas. El demagogo exalta a su audiencia, inflama sus sentimientos, los convoca a la acción inmediata y urgente, sin deliberación: “¡No hay tiempo que perder! ¡La Patria está en peligro!”
Platón y Aristóteles supieron algo de estos asuntos y advirtieron de los peligros que la demagogia representaba para el gobierno democrático.
En varios pasajes de su Política, Aristóteles incluso identifica los términos “democracia” y “demagogia” como si fueran sinónimos; tal era la prevalencia, entonces, de los demagogos en la vida política de los estados griegos.
Considerando todas sus imperfecciones, Platón (en La República) descarta a la democracia como sistema de gobierno y se inclina por un régimen de corte monárquico, basado en el conocimiento (el Rey filósofo); sin embargo, hacia el final de su vida, rescatará el valor supremo de la legalidad, que debiera situarse por encima de la voluntad del monarca (ver Las Leyes).
El ejemplo de Sócrates
Las actuales y diversas crisis de las democracias pueden tener a los ojos de los analistas de hoy las más diversas causas (históricas, sociales, políticas) en cada país y en cada sociedad.
Sin embargo, hay un común denominador para el éxito de todo sistema democrático: darle privilegio al diálogo por encima del privilegio tradicional, automático, de la Fuerza —la racionalidad por encima de la brutalidad, las ideas por encima de los afectos (aquí viene a mi mente la mítica imagen del auriga y los dos caballos, el blanco y el negro, en el Fedro).
Platón no era ingenuo: sabía que nunca se podría eliminar lo irracional y lo afectivo en los hombres, pero propuso un gobierno mediante la Razón, que se expresa en el diálogo.
En efecto, la democracia es un sistema de gobierno que supone y se apoya en el diálogo.
Platón lo supo de sobra. Por eso el principal personaje en sus Diálogos es un hombre, ciudadano de Atenas, que pasó sus días en el Ágora (la plaza: el espacio público), preguntándole a sus conciudadanos cosas como: ¿Qué es la verdad? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es el bien? ¿Qué es la justicia?…
No es por nada que ese hombre, Sócrates, es reconocido universalmente como uno de los más grandes maestros de la humanidad. Un hombre que no escribió libros, un hombre a quien se le recuerda por preguntar y preferir el diálogo vivo con sus semejantes.
Su método de enseñanza recibe el nombre de mayéutica, la cual consiste en hacer las preguntas necesarias para que su interlocutor razone y llegue a las conclusiones lógicas.
Pero Sócrates tampoco era ingenuo. Sabía que hacerles preguntas —hacer ciertas preguntas— le resultaba incómodo y hasta molesto a sus interlocutores. Por eso, en la Apología, Platón recuerda que Sócrates se comparaba a sí mismo con un tábano y que, como el insecto con el caballo, su deber era molestar constantemente a los perezosos ciudadanos y gobernantes de su ciudad con las preguntas necesarias (con su picadura), aunque también fueran preguntas dolorosas.
A la verdad, parece decirnos Sócrates, no accedemos sin dolor. Por eso también se comparaba con una partera (que fue el oficio de su madre), aquel que ayuda a sus interlocutores a “dar a luz” a sus propias ideas.
El diálogo y la escucha
Nuestra moderna (o post-moderna) concepción de diálogo está muy alejada de su concepción clásica. ¿Por qué? Porque para nosotros —en la mayoría de lo casos— “dialogar” es un simple intercambio de ideas —una operación transaccional: yo pienso o creo esto, tú piensas o crees aquello. Saldo: cero.
Pero eso no es dialogar, eso apenas es un monólogo a dos voces. El diálogo, en su sentido radical y fuerte, exige la escucha, porque sin escucha no hay diálogo.
Con sus preguntas, Sócrates privilegió la escucha del interlocutor y enseñó algo más valioso aún: no hay escucha del otro sin que nos escuchemos a nosotros mismos (y por esto, la frecuente invitación a que su interlocutor se examine a sí mismo). De ahí el carácter liberador de su filosofía: sólo podemos escuchar al otro si antes nos escuchamos a nosotros mismos.
A esto se le llama “tomar consciencia de sí”. Y la toma de consciencia es condición necesaria para aspirar a ser realmente libres. Quien no se escucha a sí, no puede escuchar a otro y, por lo tanto, no puede ser verdaderamente libre.
Escuchar al otro implica seguirle en su razonamiento, “ponerse en sus zapatos”, entender y acaso sentir como él.
Jean-Luc Nancy, el filósofo francés, dedicó un breve y bellísimo ensayo al tema:
Estar a la escucha es siempre estar a orillas del sentido o en un sentido de borde y extremidad, y como si el sonido no fuese justamente otra cosa que ese borde, esa franja o ese margen. (…) ¿Qué es un ser entregado a la escucha, formado por ella o en ella, que escucha con todo su ser?
A la escucha (2002)
Estar a la escucha es jugarse el ser mismo en esa misma escucha, caminando a ras del borde que da al abismo. La escucha es la tensa cuerda que nos lleva al otro y nos obliga a abandonarnos a nosotros: un escuchar, con todo nuestro ser.
Si no nos escuchamos, no podemos escuchar al otro. Si no podemos escuchar al otro, no podemos vivir en democracia. No es por nada que a los Congresos se les llaman “parlamentos”: el lugar donde se habla. Y quien lo preside, en la tradición sajona, es llamado(a) “Speaker of the House”: el que habla en nombre del Soberano (es decir, del Pueblo representado en sus Representantes).
Monólogos narcisistas
Nuestra época narcisista se ubica en las antípodas de esta experiencia.
En las redes sociales, nadie está ahí para escuchar sino para “decir”. El auge de la selfie es, desde luego, la mejor expresión de este fofo narcisismo actual, que se expresa en monólogos que nadie escucha realmente.
En las redes sociales, todo se trata de mi Yo: el Yo-Yo-Yo que necesita ser afirmado a toda costa (porque, tristemente, es un yo muy fracturado, muy débil, un Yo abortado). ¿Por qué nos extraña tanto que nuestros líderes populistas sean una pandilla de patanes narcisistas, que todo lo reducen a ellos, a lo que el mundo (injusto) les hace, a sus propias opiniones y mentiras emitidas como verdades absolutas, a sus aguados y patéticos sentimientos, propios de niñatos malcriados?
Y recordemos que la selfie —con su pose afectada, con su gesto falso de labios-Botox, con su sonrisa idiota y sus efectos Photoshop, que hacen del propio cuerpo un objeto de consumo— es la expresión sin censura de otro fenómeno, más radical, que ocurre en una cierta oscuridad: el llamado sexting, la exposición de sí en imágenes explícitas que facilitan una veloz masturbación.
Este extendido narcisismo a prueba de radicalismos políticos ha colocado en crisis a la democracia, porque el narcisismo es finalmente un monólogo. El diálogo transaccional (sin la escucha) tampoco conduce a la democracia, sino que aumenta el ruido y la confusión.
Es el diálogo, que nace de la escucha (de sí, del otro), lo que nos permite acceder a un régimen democrático. Un diálogo que renuncia a verdades absolutas, que sólo aspira a una relativa verdad de uno, a una relativa verdad del otro.
El camino a la democracia no transita por la prohibición o la censura de las herramientas tecnológicas a nuestro alcance. El camino pasa —y se sostiene, como una cuerda sobre el vacío— con las preguntas duras y difíciles que cada uno se debe hacer a sí mismo.
Nunca, como hoy, ha sido más necesario el ejercicio de la filosofía y hacer (hacerse) las preguntas duras y difíciles.