Arcaico, patriarcal, conservador: discurso y poder
«Todo lo que es profundo ama la máscara».
—Friedrich Nietzsche, Más allá del bien y del mal
Esta entrada la he demorado durante muchas semanas. A esta costumbre, los psicoanalistas le llaman “procrastinación”: palabra horrible como pocas y que nombra una práctica demasiado común entre los escritores y entre muchos creadores —ese ir demorando, ese ir aplazando para después el esfuerzo del trabajo urgente… hasta que ya no hay más plazo.
Robert McKee, el gran teórico del arte narrativo, presume tener varios “récords olímpicos” en procrastinación (véase su estupendo “Prólogo” al todavía mejor e indispensable The War of Art, de Steven Pressfield). Yo también sé algo sobre este tema, pues mi libro de cuentos (inédito) se titula, desde 1985, justamente, Aplazamientos.
La idea de esta entrada, decía, la tengo en mi cajón de pendientes desde hace semanas…
Un provocador artículo, escrito por Luis Antonio Espino para el blog de Letras Libres, me señaló que ya era hora organizar algunas de mis ideas, tomando como excusa mucho de lo que se discute en ese interesante texto.
…Y aquí voy.
1. El demagogo y las feministas
Luis Antonio Espino señala, con razón, que no hay narrativa más poderosa, firmemente anclada en la demagogia, como esa historia que cotidianamente se nos ofrece desde Palacio Nacional: la de “los buenos contra los malos”. Por más esfuerzos que ha realizado la oposición, esta no ha generado un cuento tan simple, tan emotivo y tan efectivo como el que cuenta en cada mañanera el actual presidente de México.
Sin embargo, otras expresiones sociales sí han logrado sacudir esa narrativa (destaco la de los padres de los niños con cáncer, a quienes este gobierno les dejó de dar medicamentos). Pero un movimiento en especial, el de las mujeres surgido hace un año, le arrancó a López Obrador el dominio casi monolítico que ejercía sobre el discurso público. La respuesta del presidente ha transitado desde la más franca animadversión hasta la burla y el desprecio. Hoy el movimiento feminista —que reclama, con pleno derecho, el fin de los feminicidios y la justicia para las mujeres sujetas cotidianamente a violencia, abusos y acoso— se mantiene como una voz potente, que continúa desafiando el monopolio discursivo del presidente.
A pesar de ello, Espino anticipa que el rechazo de AMLO a los reclamos feministas —que incluye su terco apoyo a un verdadero impresentable a la gobernatura de Guerrero— no le generará un costo político importante en las urnas el próximo mes de junio.
¿Por qué?
Para dar su respuesta, Espino acude a la retórica y el discurso político (sus áreas de especialidad). Recuerda que según George Lakoff, teórico estadounidense del lenguaje político, un país se concibe como una gran familia, donde el gobierno ocupa el lugar de los padres y los ciudadanos, el de los hijos. En ese sentido, existen “dos grandes arquetipos políticos que corresponden a dos formas diametralmente distintas de crianza”: el “padre/madre protector” (nurturing parent) y el “padre severo” (strict father).
En el primer arquetipo, donde la figura central puede ser la madre y/o el padre, los dos aman por igual a todos sus hijos y les dan las herramientas necesarias para ser adultos plenos, dueños de su destino. En cambio, el segundo arquetipo corresponde a una familia patriarcal, donde el mundo se concibe como un lugar peligroso y donde es justamente al padre a quien le toca proteger a su familia.
Al primer arquetipo, según Lakoff, le corresponde un gobierno progresista-liberal; al segundo, un gobierno conservador-patriarcal.
2. Entre el castigo y la protección
En este punto abandono brevemente la línea argumental de Luis Antonio, pues la descripción que ofrece del poder político, de la mano de Lakoff, un poder asentado en alguno de esos arquetipos, se corresponde con la imagen (y por lo tanto, con la “fantasía”: el fantasma lacaniano, fantasme) del Dios-padre y con los polos extremos del llamado “sentimiento religioso”.
Acudo a dos ensayos de Paul Ricoeur (“Religión, ateísmo y fe” y “La paternidad: del fantasma al símbolo”), que se incluyen en El conflicto de las interpretaciones (FCE, 2003). Como se sabe, Ricoeur echó mano de la filosofía trascendental, de la fenomenología de la religión y de la descripción fenomenológica (entre varias corrientes y propuestas) para sostener su proyecto de una hermenéutica (ciencia de la interpretación).
Resumiendo (y acaso simplificando demasiado) el argumento de Ricoeur en esos dos ensayos, se puede decir que, en el entorno religioso tradicional, el Dios-padre se define ante todo como aquél que castiga y, al mismo tiempo, como aquél que protege. Esta es la doble y ambivalente función de la religión: castigar y proteger.
Regreso al artículo de Espino: los dos modelos paternales que menciona, siguiendo a Lakoff —el modelo del “padre/madre protector” (nurturing parent), y el modelo del “padre severo” (strict father)— corresponden justo a la doble función del Dios-padre del judaísmo/cristianismo —el Dios que castiga y el Dios que protege—, y a los dos polos del sentimiento religioso: el tabú y el refugio, el temor al castigo y el deseo de protección.
Lo que me ha parecido extraordinario del análisis de Luis Antonio —por lo que dice, y por lo que no dice— es que una figura tan arcaica y ambivalente (el Padre elevado a la categoría de dios) se exprese de manera tan manifiesta en este análisis del discurso político y, en este caso, el discurso de un político que ha dado claras y reiteradas muestras de comportarse como un pastor frente a una grey.
…Un político de hoy, en el 2021, ¿y (que dice ser) de “izquierda”?
3. La ambivalencia infantil
Nuestra concepción del poder es sagrada. Vale decir: es arcaica, es infantil, pre-lógica. No sólo confundimos aquello representado con su representación; creemos firmemente que la representación es lo representado.
Para el piadoso guadalupano, que se postra ante el altar del Tepeyac, pidiendo misericordia y perdón, esa que está ahí arriba es la Virgen. No reconoce (no puede reconocer) que sólo se trata de una representación de una advocación de María, la madre de Jesús, intermediaria (ora pro nobis) entre su Hijo y los mortales humanos que habitamos “este Valle de Lágrimas”.
Por eso mismo, para una abrumadora mayoría de mexicanos, AMLO no trabaja de presidente —es El Presidente. Es incluso la presidencia misma encarnada. El personaje devora a la institución.
Nuestra religiosidad y nuestra concepción del poder, así, se mantienen en el terreno de la idolatría: si la representación es lo representado, el ídolo es el dios, la imagen plasmada en la tilma es la Virgen, la persona es la institución (incluso es todas las instituciones y ninguna es ya necesaria: desaparézcanse). Por esto mismo, una buena parte de los mexicanos creen (esperan) que el presidente les puede resolver todos sus problemas. La democracia republicana, en el sentido contrario, es un sistema complejo, con muchas intermediaciones e interdicciones, que demoran los procesos de justicia, asistencia y desarrollo, porque hay que evitar la posibilidad de entregarle un poder imperial a un solo hombre.
José Ortega y Gasset aseguró que tenemos ideas, pero que debajo de ellas, en el subsuelo de nuestra racionalidad, existen las creencias, que le dan fundamento justamente a nuestras ideas (véase Ideas y creencias). Conviene ser conscientes de nuestras creencias y someterlas a un severo examen crítico.
En la Biblia se nos cuenta, varias veces, que Dios castigó a los judíos por faltar al primer mandamiento de la Ley: no tendrás otros dioses, no harás representaciones del Señor, tu Dios, etcétera (Deuteronomio 5:6-21).
A lo largo de todo el Antiguo Testamento, podemos verificar que Dios castiga, una y otra vez, a su pueblo elegido por insistir en representarlo, por crear fetiches del poder (desde el becerro de oro, hasta un elaborado ritual religioso que lo hicieron pasar por Ley divina).
Si nuestra concepción del poder es sagrada, infantil y fetichista (como bien lo ha intuido AMLO, sin necesidad de tener ideas claras sobre ello), sólo es necesario ofrecerle al pueblo bueno los espejos y cuentas de cristal necesarios para que éste se refleje en estos objetos y que, fascinado por el espejismo, ese mismo pueblo bueno (y crédulo) le entregue a cambio su voluntad.
Esta es la razón profunda (religiosa, infantil) por la cual la postura rijosa y el discurso demagogo del presidente son tan efectivos y poderosos. O como concluye Espino, es por esto que la “matriz discursiva conservadora goza de enorme aceptación en la sociedad mexicana”. Porque lo que Espino, siguiendo a Lakoff, traduce certeramente como ambivalente —el teórico estadounidense utiliza el término biconceptual, literalmente: “bi-conceptual”—, permite que una persona, conscientemente progresista, mantenga sin saberlo juicios y posturas claramente conservadores —si bien no suele ser consciente de esa ambivalencia; y si lo fuese, asumirá sin mayor conflicto una postura cínica: “ya lo sé, y sin embargo…”. Esta sería la misma respuesta de un fetichista.
Desde hace 200 años, padecemos un engaño, cortesía de una imitación extra-lógica (Gabriel Tardé) de los principios de la Ilustración europea: creer que a Dios se le supera por mera voluntad, de la mano de un puñado de ideas científicas y sin un largo y doloroso análisis crítico (de nuestras creencias).
Hace muchos años, Friedrich Nietzsche señaló la esencia ambivalente de los valores y la forma en que las palabras operan como máscaras y ocultan su opuesto (véase Más allá del bien y del mal y La genealogía de la moral). Con su elaboración del proceso de represión inconsciente, Sigmund Freud demostró por su parte que, con frecuencia, una protesta o juicio conscientes realmente ocultan un deseo opuesto —decir: “Yo nunca he deseado…” es en realidad una confesión (véanse La interpretación de los sueños, Psicopatología de la vida cotidiana y El chiste y su relación con lo inconsciente, entre otros).
Esta ambivalencia tiene su correlato en el “padre severo” que detenta el poder patriarcal. “Nosotros no somos iguales, no somos vengativos”, asegura una y otra vez el presidente. La verdad profunda que se oculta detrás esta declaración —potenciada por la frecuencia con que el presidente la emite— es que sí: sí son iguales, y sí: sí son vengativos.
4. Retornos de lo reprimido
El movimiento feminista representa una seria amenaza al dominio monolítico que AMLO ejerce sobre el discurso político. Pero Luis Antonio Espino no cree que ello sea suficiente para alterar los resultados en las urnas y, así, romper el dominio patriarcal, atávico, autoritario, que AMLO ejerce sobre la vida política nacional.
No puedo más que coincidir con él por lo antes expuesto. Y si entiendo bien, Espino cree que, para enfrentar el discurso del presidente, hace falta una narrativa tan o más potente que su discurso demagógico de “buenos vs. malos”.
Propongo otra vía, que incluso puede ser complementaria y podría alimentar una nueva narrativa: desenmascarar críticamente la raíz patriarcal, machista y religiosa del cuento presidencial; hacer la crítica de su demagogia desde la raíz religiosa que da fundamento a su discurso; desnudar la creencia (en realidad, el sistema de creencias) que lo sostiene. O, para ponerlo en términos míticos: ofrecerle al discurso del presidente algo así como el espejo humeante de Texcatlipoca, para que (se) pueda ver su cuerpo real.
Entre las muchas cosas extraordinarias que guardan ciertos ensayos escritos por Octavio Paz, destaco hoy una: que reconoció y logró discernir y nombrar algunas formas en las que esa religiosidad mexicana se manifestaba especialmente entre los marxistas-leninistas —y más especialmente entre los más ortodoxos— de los años 70 y 80. Los llamó los verdaderos “herederos de los teólogos escolásticos”. La respuesta de los ortodoxos —que confirmó la verdad develada por el juicio de Paz— fue ¡quemarlo en efigie frente a la embajada de EEUU!
El gusto y hasta la debilidad de esos intelectuales de “izquierda” por ciertos lugares, como Coyoacán, San Ángel o Chimalistac, es una prueba de aquello oculto, no-superado e inconsciente, que se expresa justo en su gusto estético: en lugar de abrazar la modernidad extrema del arte soviético, nuestros “marxistas” prefieren los altares barrocos, las viejas iglesias cristianas, el arte “colonial” y el prehispánico; aborrecen la modernidad, se mantienen anclados en el pasado e ignoran el futuro. Freud sugeriría que precisamente ese gusto estético es una manifestación del “retorno de lo reprimido”.
Urge, hoy, un esfuerzo de reflexión crítica, que descubra las ligas entre el discurso político (especialmente el de nuestra llamada “izquierda”) y la peculiar (la infantil) religiosidad mexicana —en la que, de forma central, aparece una arcaica figura femenina de mediación, que es para colmo el origen y uno de los símbolos de nuestra nacionalidad: la Virgen morena. (Recuérdese que Hidalgo y Morelos la llevaron como estandarte en sus batallas, lo mismo que Emiliano Zapata y los cristeros: para ser una madre protectora, símbolo supremo de la abnegación y la resignación, ha resultado también, de forma ambivalente, una poderosa razón para la unidad y para la polarización, y una justificación para la atávica violencia ente nosotros, violencia que se ha ejecutado en nombre de ella.)
Anticipo, hoy, a casi 100 días de unas elecciones importantísimas para el futuro de nuestra democracia, que México no tendrá la posibilidad de transitar hacia una vida democrática viable y legítima, de largo alcance, sin que antes se lleve a cabo una crítica de su razón religiosa (en su sentido kantiano), que humanice el poder, le quite su aura sagrada y lo vuelva asunto de adultos. No es una tarea de unos cuantos años; acaso hagan falta generaciones.
Un punto de partida puede ser, quizá, acotar, criticar y analizar el origen sagrado del poder en México. Un mito como el de Quetzalcóatl y su caída puede ser un buen ejemplo. No olvidemos que los mexicas, que se decían legítimos herederos de los toltecas, utilizaron el culto a Quetzalcóatl —culto que competía con el del violento Huitzilopochtli— como fundamento ideológico de la legitimidad de su cruel imperio.
Recuerdo que, en varios ensayos luminosos, Octavio Paz anticipó muchos de estos temas con gran claridad (véase, además del capítulo IV de El laberinto de la soledad, el ensayo “Orfandad y legitimidad”, prólogo al Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México de Jacques Lafaye, FCE 1977).