Una reseña y algunos recuerdos
Unas líneas apenas, en la larga reseña que escribió Christopher Domínguez Michael en Letras Libres, a propósito de un libro de Rafael Lemus, me hacen escribir estas líneas. El ensayo de Domínguez Michael (CDM) es un largo examen sobre las posturas (o imposturas) de Lemus y de su denuncia del llamado “neoliberalismo” que, según él, habría abrazado buena parte de la intelectualidad mexicana desde los años 80.
Para ubicar mejor la verdadera postura de Octavio Paz ante un supuesto “fraude electoral de 1988”, apunta CDM:
«Y respecto a las elecciones presidenciales de 1988, es mentira que Paz, como dice Lemus, haya tomado previamente la decisión de legitimar el pretendido fraude electoral contra Cuauhtémoc Cárdenas porque nadie sabía –yo estaba allí– que la votación del ingeniero, el 6 de julio, colapsaría el sistema.»
Bueno, agrego aquí que, como muchos más, yo también estuve allí, en la Secretaría de Gobernación, la noche del 6 de julio de 1988. Y apunto a continuación mis observaciones y recuerdos.
6 de julio
Puedo recordar que aquella noche me encontré en una de las explanadas de Gobernación con una antigua jefa mía, ya a la sazón Diputada federal, quien platicaba con un alto funcionario de Gobernación (omito los nombres pues la charla fue privada). Ambos (priístas, cabe aclarar) estaban naturalmente preocupados por el desenlace de la jornada; ambos especulaban y hacían cálculos políticos a partir de la escasa información a la que teníamos acceso (esto fue, huelga decir, mucho antes de internet o de los hoy omnipresentes teléfonos celulares). Reinaba gran confusión, los rumores llenaban los vacíos de información y la incertidumbre era general.
Desde lo alto de la explanada, esperábamos la llegada de los tres candidatos de oposición (Cuauhtémoc Cárdenas, Manuel Clouthier y Rosario Ibarra de Piedra), que acudirían a expresarle a Manuel Bartlett Díaz, secretario de Gobernación y presidente de la Comisión Federal Electoral (CFE), su enérgica protesta por las graves irregularidades que se verificaron durante el proceso. Los cardenistas denunciaban ya desde entonces, sin cifras ni encuestas confiables, un fraude gigantesco.
Por una de las puertas entraron Clouthier, Cárdenas y doña Rosario (también recuerdo haber visto a Diego Fernández de Cevallos, representante del PAN en la CFE), rodeados por la masa impaciente y nerviosa de fotógrafos y periodistas. Ingresaron a uno de los edificios y todos permanecimos a la espera.
Este es mi recuerdo.
Ella preguntó (dirigiéndose al alto funcionario): «¿Tú crees que el sistema aguante?»
Él le contestó: «Pues la cosa es que no se rompa», respuesta que remató con una breve risa nerviosa.
El colofón oficial de aquella noche, ya sabemos, fue que “se cayó el sistema”, frase que se volvió sinónimo de fraude electoral.
Varios meses después, a una amiga le escuché que, esa misma noche, en la sede de cierto partido de oposición, los operadores comenzaron a entrar en pánico: sus propios reportes les indicaban que sus candidatos estaban ganando tantas curules que no tendrían suficientes candidatos para ocupar los puestos.
El mito del fraude
La siguiente versión de lo sucedido el 6 de julio, que me refirió un periodista hoy aún en activo, fue esta: la votación ese día fue masiva y la CFE y el sistema oficial no estaban preparados para recibir y procesar tal cantidad de votos. Los primeros resultados en ser reportados (vía telefónica) provenían de los distritos urbanos, mejor conectados, donde el voto favoreció masivamente a Cárdenas o a Clouthier, dependiendo de la zona geográfica. Los últimos distritos en reportar resultados (los más alejados, algunos a más de 12 horas de distancia de los distritos, debido a las difíciles condiciones de muchas carreteras y caminos) correspondían en su mayoría a zonas rurales, donde dominaba el llamado “voto duro” o acarreo a favor del PRI. Recordemos aquí la composición y distribución demográfica de México entonces.
Y lo más importante: el sistema político no estaba preparado para dar un resultado parcial y creíble (por eso el pánico en el pequeño partido de oposición: no contaban con información certera), que abrumadoramente le diera el triunfo parcial al candidato del Frente Democrático Nacional. Eso habría roto por completo aquél sistema político fundado sobre un partido dominante, que operó electoralmente con cargadas y manifestaciones y no con sumas, restas, estadística y cálculos profesionales.
A eso se refería concretamente la pregunta de mi ex jefa (¿crees que el sistema aguante?) y la subsecuente respuesta del funcionario, que expresaba más bien un temor y un deseo: que no se rompa (el sistema).
Según una última versión que escuché, también por aquellos años: Carlos Salinas de Gortari, el candidato del PRI, habría ganado la elección pero por un margen menor, lo que o bien habría fracturado el sistema político de México (generando una enorme inestabilidad política y económica), o bien habría obligado a las fuerzas políticas existentes a crear un imposible gobierno de coalición, buscando garantizar la gobernabilidad del país y del PRI, y frenando en seco el proceso modernizador que deseaba impulsar el ala tecnocrática encabezada por Salinas.
Construir la alternancia y la democracia
Cualquiera, con un mínimo de sensatez y sentido común, tendría que reconocer que es imposible tener plena certeza de lo que sucedió ese día: aunque factible, el “fraude” es una entre muchas hipótesis más.
Pero las versiones que presento son complementarias y me parecen lógicas y creíbles, pues explicarían por qué Cárdenas terminó negociando con Salinas —para no destruir de golpe lo que, en buena parte, desde el corporativismo oficialista, su propio padre había construido (para alguien como Cuauhtémoc, la pesada loza del padre debe ser muy difícil de llevar).
Más de 30 años después (y un par de tragedias en medio) resulta sencillo trazar la ruta que siguió el país desde entonces y las razones por las que hoy hemos extraviado el camino.
Me quedo con la principal lección: el transito a la democracia y su consolidación requería entonces, y requiere hoy, de instituciones que le den soporte a la alternancia y, muy especialmente, exige un árbitro electoral con credibilidad y con capacidad.
En 1988, México no tenía esas instituciones. Hoy ya las tiene. Por eso no podemos permitir que se las destruya. Por eso debemos exigir que se les respete y fortalezca: ser una sociedad de instituciones y abandonar la tóxica retórica nacionalista y revolucionaria.
Porque la vida en democracia requiere de instituciones y no de dogmáticas ideologías afincadas en el resentimiento (como lo es el nacionalismo); tampoco de líderes carismáticos o de redentores que, por su sola voluntad o ejemplo, todo habrán de resolverlo.
Esta es la lección que personajes como Rafael Lemus y que tantos más como él no han logrado asimilar, 20 años después de la transición.
Por lo demás, concuerdo con cada una de las observaciones que Christopher Domínguez Michael le receta al libro de Lemus, y refrendo la deuda que aún guardamos con Octavio Paz —y su valiente “moral de la responsabilidad”— todos los que nos esforzamos de forma honesta en hacer la crítica del estado de cosas.