Celebrar y lamentarse

Celebrar y lamentarse

Hoy se cumplen 500 años de la caída (o de la toma, todo depende del punto de vista) de México-Tenochtitlan, luego de que las tropas de Hernán Cortés y sus miles de aliados indígenas pusieron sitio a la ciudad e hicieron preso a Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica. Cuando el pueblo y sus guerreros supieron de su arresto, dejaron de sonar los desquiciantes atabales y la capital del imperio mexica quedó en silencio. La escena, seguramente sobrecogedora, puede leerse en la magistral La conquista de México de Hugh Thomas, el enorme historiador inglés.

Pero ¿qué celebramos hoy? ¿O de qué nos lamentamos hoy?

Si uno atiende a la narrativa oficial, su celebración es un regodeo masoquista en la derrota, que por las virtudes del pueblo se convierte en una “victoria moral” sobre el conquistador. Pero ¿Tenochtitlan ya era México? Y si lo mexicas eran ya mexicanos, entonces ¿los aliados indígenas de los españoles, los tepanecas, los tlaxcaltecas, los totonacas, etcétera, no lo eran?

Es a todas luces un abuso demagógico otorgarle a un solo pueblo originario ser el depositario de la nacionalidad. Hay algo muy sospechoso en esa vieja narrativa oficial —por no decir que hay también demasiado mal gusto, demasiada vulgaridad y mucho sentimentalismo que raya en la cursilería más insulsa, puesta en escena de un perverso fetichismo nacionalista.

Identidades mexicanas

Todo mexicano contemporáneo debería admitir que, ante el hecho consumado de la Conquista, sería normal mantener una posición ambigua. Si bien casi todos los que habitamos este país hablamos el castellano gracias a la Conquista —un idioma que, además, nos relaciona con el mundo y con una literatura que abarca dos continentes—, casi todos nos resistimos a tomar el partido de los vencedores y darle entonces, sin que nadie nos obligue a ello, la espalda al mundo indígena precortesiano. Hemos, incluso, idealizado ese mundo previo a la llegada de los castellanos y, apoyándonos en una concepción romántica, un tanto cursi y victimizante, creemos que lo indígena constituye el fundamento de nuestra nación.

Esta posición se expresa en un detalle que, para una enorme mayoría, suele pasar inadvertido. México, la ciudad capital del imperio mexica, fue la que le dio nombre al país todo y no al revés. Una leyenda y mito mexica —el águila que se posó sobre un nopal, la serpiente es un agregado posterior—, señal esperada para fundar la ciudad, dio origen al escudo nacional. Nuestro himno nacional exalta las supuestas virtudes guerreras de un pueblo que en su historia logra contar pocas victorias y, en cambio, celebra incontables derrotas; una nación con héroes muertos, asesinados y traicionados, con villanos y anti-héroes que murieron tranquilamente en el exilio. ¿Hay algún otro país que tenga un Museo de las Intervenciones?

Tratando de resolver de tajo el tema de la identidad mexicana, optamos por una de las dos raíces de nuestra nacionalidad. Los restos de Cortés aún esperan un monumento donde ser depositados. Ha sido un error, pero no somos ni el único ni el primer pueblo que lo ha cometido. La misma España, aún hoy, expresa dificultades para asimilar su pasado judío y árabe a la tradición castellana.

Entonces ¿qué celebramos y de qué nos lamentamos hoy? ¿Y porqué lo hacemos en castellano?

Mexica, azteca, arribista

De entrada, un par de aclaraciones, que no me parecen menores. La palabra correcta para designar a los habitantes de México-Tenochtitlán es mexicas, que es como ellos mismos se nombraban, no aztecas (término derivado de aztlaneca, “el llegado de Aztlán”).

Quien puso en circulación el término azteca fue Francisco Javier de Clavijero, el sacerdote jesuita que vivió en el siglo XVIII, que mucho tuvo que ver con la creación del mito nacionalista mexicano, apoyado en el culto a la Guadalupana y la idealización de una parte del pasado indígena, destacando el mito de Quetzalcóatl (el dios civilizador de origen teotihuacano y tolteca). Clavijero usó esa palabra (aztecas) para referirse a quienes propiamente se llamaban a sí mismos mexicas. Fue de Clavijero de quien William H. Prescott —el gran historiador e hispanista estadounidense, autor de la clásica aunque ya superada History of the Conquest of Mexico— tomó la palabra aztec y le dio circulación universal.

Pero uno imaginaría (con razón) que los mexicas no querían ser llamados aztecas, pues la palabra les recordaba su origen semi-nómada y salvaje (chichimeca). Y no hay que olvidar que, ya desde el siglo XV, los mexicas se imaginaron no sólo ser descendientes de los toltecas, sino también los legítimos continuadores de la gran civilización de Tula (Tollan), heredera a su vez de Teotihuacán.

Sin duda, a principios del siglo XVI existía aún entre los mexicas una soterrada sensación de ser usurpadores y arribistas —tal lo refleja la tensión de su cosmogonía fatalista, siempre amenazada por un inminente “fin del mundo”— y de ocupar un lugar que en realidad no les correspondía (el emperador Moctezuma confunde a Cortés con Quetzalcóatl, la deidad tolteca que prometió regresar para ocupar nuevamente su trono).

Para compensar esa “mala conciencia”, durante el siglo XV los mexicas, liderados por Tlacaelel, el siniestro cihuacóatl (consejero principal del emperador), quemaron códices antiguos para borrar testimonios de su verdadero origen y fortalecieron el culto a un dios propio y fundamental: el sangriento Huitzilopochtli, dios del Sol y de la guerra, hijo de Coatlicue, que junto con Tláloc (deidad más antigua, dios de la lluvia) ocupaba la cima del llamado Templo Mayor.

Recordemos: en 1507 se habría cumplido el cuarto ciclo de 52 años, desde la fundación de Tenochtitlan. Muchos, Moctezuma entre ellos, temían que se aproximaba el “fin del mundo”, el ocaso del quinto Sol, apocalipsis y final de los tiempos.

Recordemos: el majestuoso templo de Huitzilopochtli fue inaugurado con gran pompa (y con incontables sacrificios humanos) hacia 1487, apenas 30 años antes de la llegada de los españoles. Los monarcas vasallos de los territorios dominados por los mexicas, que fueron invitados a las ceremonias, vieron con horror (y con temblor) el sacrificio de miles de prisioneros, tantos que las filas de los condenados a ser sacrificados abarrotaban las tres calzadas que daban acceso a la gran capital. La ciudad olía a sangre derramada; como en la antigua Roma y su Coliseo, el pueblo aullaba en trance extático. La escena debió ser sobrecogedora.

¿Es ese pasado lo que hoy celebramos o lamentamos haber perdido?

Comida canibal ante el dios de la Muerte, de los antiguos mexicanos (s. XV)
Comida caníbal

Caníbales

¿Qué significa comer carne humana, qué significa comerse al semejante?

Desde la perspectiva de la antropología y del psicoanálisis, la antropofagia implica el deseo (o más exactamente, la fantasía) de apropiarse del otro: al consumir su carne y sangre, me hago dueño de su valor, de su fuerza, de su ser.

Esta fue una creencia común en todos los pueblos antiguos. El gran salto de la humanidad, en términos religiosos y morales, se dio cuando logramos desplazar hacia un animal o hacia un símbolo esas potencias o valores. El gran salto moral se dio cuando aprendimos a simbolizar. Este tránsito de dioses sanguinarios a dioses moralmente más estrictos puede verse incluso en el Antiguo Testamento, cuando Yahvé le pide a Abraham sacrificar a Isaac, su único hijo, como prueba de su devoción.

A la llegada de los castellanos, los mexicas no habían dado aún ese salto. De hecho, ninguna civilización de Mesoamérica lo dio (los mayas eran igualmente sanguinarios). Arnold Toynbee creía que el ciclo vital de las civilizaciones mesoamericanas, sujetas a una concepción cíclica del tiempo y al agotamiento de las tierras (la planta del maíz consume grandes cantidades de nitrógeno que tarda mucho en regenerarse, como lo atestigua el súbito abandono de tantas ciudades mayas), hizo imposible cierta continuidad para dar ese paso moral. Se cree que la civilización mexica ya había entrado en su ocaso y que su caída ya era próxima (lo que habría sido una especie de profecía auto-cumplida).

Digámoslo plenamente: cuando los castellanos llegaron a Tenochtitlan, los mexicas comían carne humana, si bien ella no fuera parte de su dieta cotidiana y lo hicieran extraordinariamente y siempre por razones religiosas y rituales. El corazón del sacrificado estaba reservado para el sumo sacerdote, que lo arrancaba de tajo ayudándose de un afiladísimo cuchillo de sílex. Las extremidades y la cabeza estaban reservadas para los guerreros y otros elegidos (sacerdotes menores y nobles). El resto era para el pueblo y para los animales (perros). La carne del sacrificado se cocía en un potaje hecho con granos de maíz, chiles y tomates. Al guiso los mexicas lo llamaban pozole. Bernal Díaz del Castillo da fe de ello.

[Un detalle curioso: hoy aún es tradición que, justo la noche del 15 de septiembre, día de la Independencia, los mexicanos en el centro del país —la zona con mayor influencia de la antigua Tenochtitlan— cenen pozole… aunque, claro, ya sin el elemento antropófago. Pero ¿a quién se comen, simbólicamente, los mexicanos de hoy cada 15 de septiembre? Y otra curiosidad más: hace algunos años se detuvo a un hombre que se dedicó a desintegrar con ácido y en grandes tambos los cuerpos de personas asesinadas por los narcos. Se le conocía por un apodo macabro: el Pozolero.]

El rito cristiano, con su comunión, no resulta muy distinto: el creyente come el cuerpo y bebe la sangre del Cristo. La misa católica es, al fin y al cabo, una celebración en la que el creyente admite haber participado en el asesinato y sacrificio de un inocente, un sacrificio que “lava” sus pecados.

Y en fin, los templos son siempre lugares donde se sacrifica y se ejerce violencia en contra de inocentes. México es un país en el que abundan los templos (cristianos y paganos). México es, por supuesto, un territorio violento.

Las diferencias entre una civilización y otra radican en el grado de simbolización de la violencia. No es lo mismo la hostia y el vino en el cáliz, que la ruda daga y el corazón del sacrificado aún palpitando en la mano.

Antes que pensar en la superioridad o inferioridad de civilizaciones, se debe aclarar que cada práctica religiosa constituye un trabajo diverso de elaboración, que desvía nuestra pulsión asesina, para tratar de contener a la violencia en el ámbito simbólico y evitar el estado natural: la guerra de todos contra todos.

Hablar o matarse

Pero esta simbolización no llega ni aparece por arte de magia —simbolizar exige un acto de habla, exige un discurso.

Hablar (y su contraparte necesaria, escuchar) permite demorar o postergar el acto violento. Una cosa es insultar al prójimo, otra es agarrarlo a golpes… o darle de machetazos, o de balazos.

Nuestra incapacidad para tramitar la violencia mediante el diálogo —para verificarlo basta ver esas sesiones en el Congreso, que no por nada también suele llamarse Parlamento, de la palabra parlar— explica, ya desde ahí, algo del estado de cosas hoy. Cuando fracasa el diálogo, cuando hablar resulta imposible, la violencia originaria regresa.

Pero ¿por qué no podemos hablar? ¿Será porque algo fatalmente nos lo impide, porque se nos censura, porque se nos obliga a callar? ¿No tendrá que ver, también, con que muy pocos tienen algo que decir? ¿No será que, ante situaciones críticas, nuestra respuesta suele ser el silencio —un silencio que oculta un resentimiento?

Leamos a José Gorostiza, uno de nuestros más grandes poetas (o dichter: en alemán, el que habla). Subrayo un par de imágenes que me parecen útiles a mi argumento.

«…—¡oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril…»

Muerte sin fin es el canto a un drama: el de la materia que busca una forma que la exprese (que la hable). De ahí la imagen primera del poema: el agua cristalina contenida en el vaso transparente.

Pero Gorostiza va más allá: expresa el fracaso de la razón («¡Oh inteligencia, soledad en llamas, / que todo lo concibe sin crearlo! / Finge el calor del lodo…») y el drama del poeta, que no logra darle voz/forma a la materia poética misma, al sentimiento informe que lo habita. La voz angustiada que se escucha en éste, uno de nuestros más altos poemas, es la voz de quien no logra hablar, de quien no logra expresarse. Pocos textos en nuestra literatura expresan de forman tan exacta ese drama en el que tantos talentos suelen perderse (no es por nada que el mismo Octavio Paz confesó, alguna vez, que Muerte sin fin era el poema que a él le habría gustado escribir). Gorostiza tardó más de 20 años en darle forma, lo hizo con la paciencia y la disciplina de un relojero.

No hablar, la incapacidad para hablar, es causa de violencia —pues, lo queramos o no, somos seres hechos de palabras, somos seres de lenguaje. Y el lenguaje, escribió Heidegger, es «la casa del ser».

Canto, cuenta, cuento

Intentaré regresar a mi pregunta original: ¿qué celebramos, qué lamentamos?

A veces me parece que, en pleno siglo XXI, los mexicanos seguimos atrapados en el drama de nuestra identidad, que hace 70 años inspiró libros como El laberinto de la soledad o, hace casi 90 años, El perfil del hombre y la cultura en México.

Quizá sea normal. México es al fin y al cabo un país relativamente joven. Y no es fácil ser mexicano, si se cuenta con esta herencia ambigua y hecha de tantos silencios; mucho menos cuando la educación que se imparte en este país —concretamente, la que imparte el Estado mexicano— es tan deficiente que muy pocos saben un mínimo de matemáticas (contar), el mínimo de idioma, escritura y comprensión de lectura (contar) y prácticamente nada de nociones de música (cantar).

Un pueblo así es presa harto fácil de los demagogos, un pueblo así no está maduro para un régimen de gobierno que le exige duras responsabilidades a sus ciudadanos, como lo es la democracia.

En este texto he ido de una idea a otra, de un argumento a otro. No es por extravío. No tenemos aún respuestas claras para lo que hoy nos pasa, pero tampoco mostramos capacidad para soportar argumentos que no se clausuren como “un cuento bien contado”, argumentos que se cierren en una pregunta sin respuesta.

Mis preguntas quedan en suspenso: no sé si celebramos o si lamentamos. Hoy algo sucede y quien sabe de qué se trata eso que sucede en el centro de la capital del país. Sólo queda celebrar y lamentarse… y hacer un cierto esfuerzo para no quedar atrapado en la trampa mortal de la identidad, en la cursilería oficial —esforzarse para discernir un poco.