El mitotero y el mitote

El mitotero y el mitote

Mitote es de esas palabras que, por cortesía, los mexicanos debemos traducir al amigo extranjero, incluso a quien habla español. La equiparamos con barullo, relajo, desorden, agitación, desmadre. Pero el término esconde un significado más profundo, un significado quizá metafísico.

De acuerdo con Wikipedia, la palabra mitote proviene del náhuatl mitotiqui: danzante, y de itotia: bailar. Nos sirve para nombrar “un problema, tumulto o vocerío”, y también para referirnos a una fiesta, un evento de confusión y relajo. Originalmente se usó para señalar una “reunión de brujos, una danza de guerra, o un baile ritual de los nativos aztecas (sic)”.

Pero esa misma entrada refiere a un interesante mito de los mayas, que cuenta el origen del mitote.

Según la leyenda, cuando los dioses Tepeu (cielo) y Kukulkán (Quetzalcóatl en su versión maya, la “serpiente emplumada”) decidieron crear el mundo, hicieron primero el mar y la tierra, lo que a su vez dio origen al mundo vegetal: árboles, plantas, flores y cultivos.

(En el relato del Popol Vuh aparece un tercer dios creador, Huracán, “el de una sola pierna”, el dios cojo, el de las tormentas; pero, comparado con los dos dioses “fabricantes” ya nombrados, su participación resulta menor.)

Posteriormente, estos dioses crearon a los animales. Pero las bestias no tuvieron capacidad de hablar ni de rendirles culto, por lo que las condenaron a matarse y devorarse entre ellas.

Entonces crearon a los primeros hombres a partir del barro. Pero la lluvia los deshacía y no podían reproducirse y tampoco aprendieron a hablar y desaparecieron.

Luego fabricaron al hombre usando madera, pero esos humanos eran huecos y secos, no tenían memoria ni alma y tampoco rendían culto a sus creadores. Entonces, Tepeu y Kukulkán instruyeron a Huracán, que envió un diluvio, el cual arrasó con “esos hombres ingratos”. Los pocos que sobrevivieron se transformaron en monos.

Finalmente, Tepeu y Kukulkán mezclaron maíz blanco (carne) y maíz rojo (sangre) para crear nuevamente a los hombres. Pero esos seres resultaron ser tan inteligentes, entendían tanto y observaban tantas cosas que, celosos, los dioses decidieron nublar la vista de los hombres con humo, para confundirlos, para cegarlos, para que no lograran ver más allá de aquello que tenían por delante. A ese humo se le llamó mitote.

Maqueta monumental del Templo Mayor.
Mitote: la maqueta monumental.

Sombras nada más

Acaso este cuento sobre el origen del mitote sería lo más próximo a una versión maya del famoso “mito de la caverna”, que Platón narra en su diálogo La República. El mitote se parece, en parte, a las sombras que los prisioneros ven proyectadas en el fondo de la caverna, sombras que ellos aseguran que son cosas reales (y hasta son capaces de matar a quien ponga en entredicho su realidad).

Pero acaso el mitote es más bien un distractor, un estorbo —elemento adicional que ocupa un lugar intermedio, que nubla nuestra vista y nos impide ver bien. El mitote no es propiamente la sombra sino algo que se interpone y que oculta, parcialmente, lo que queremos conocer. Si le hacemos caso al relato maya, vivimos rodeados de mitote: una espesa neblina nos circunda y no nos permite discernir adecuadamente la realidad. El mitote sería entonces como la oscuridad de la caverna, aquello que hace posible que se puedan proyectar sombras en el fondo, lo opuesto a la luz exterior que nos permitiría ver lo real.

El mitote no nos rodea, estamos en el mitote —estamos en el relajo y el desmadre, estamos distraídos y en el barullo, en el tumulto y el vocerío, en el desorden y la agitación. Estamos en la caverna.

Por eso no logramos ni ver ni discernir con claridad.

Quizá, entonces, se podría relacionar al mitote con algo del orden interno, con algo de lo afectivo… como los prejuicios que están en nosotros. Pues ¿qué otra neblina o humo no nos deja ver claramente, si no es precisamente aquello que colocamos, sin reflexionar, entre nosotros y lo que deseamos conocer?

Atrapados en el mitote (por nuestros prejuicios o por un “ruido exterior”), nos resulta casi imposible discernir claramente la verdad de las cosas. Los anónimos creadores de este mito maya pudieron hablarse de tú a tú con el brahmán indio que sostuvo que el mundo es maya (ilusión)… o con Emmanuel Kant y, claro, con Arthur Schopenhauer.

El mitote de "la presidencia legítima".
Mitote 2006: se autoproclama “presidente legítimo”.

Demagogia, mitote

Hasta aquí algo sobre la condición propiamente humana, según la leyenda. Pero hay de mitotes a mitotes.

Se nos dice que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) suele lanzar “distractores” y que lo hace para no perder el control de la narrativa de su gobierno, Estos “distractores” —casi todos cuentos increíbles basados en datos que sólo él tiene— resultan ser cortinas de humo, anzuelos que va dejando aquí y allá para que la opinión pública se “enganche” con sus dichos, para así controlar la “conversación” y el relato.

El mitotero hace mitote y nunca habla claramente; al contrario: confunde y oscurece con el humo de la palabrería sus argumentos.

Al interponer ese humo, esa niebla entre los eventos de interés general y los ciudadanos, AMLO hace mitote: distrae, confunde, perturba; eleva innecesariamente el volumen del ruido, crea barullo y relajo, desorden, agitación, desmadre.

AMLO es un mitotero.

AMLO es puro mitote.

Postcriptum: Ya publicada esta entrada, una querida amiga me hizo notar la similitud entre el mitote-humo y la espesa niebla que cae sobre el mundo que se describe en The Buried Giant. Quien haya leído esta excelsa novela de Kazuo Ishiguro podrá reconocer los paralelismos. Pero creo que mientras en el mito de los mayas el humo provoca una condición que altera el orden del conocimiento (confusión, distracción, pérdida de foco), en la historia de Ishiguro la niebla provoca amnesia y olvido, la pérdida de la identidad y, acaso, también simboliza un cierto sentimiento de vergüenza, como el propio novelista lo sugirió en esta entrevista realizada durante el Hay Festival (el acceso al video requiere de pago de suscripción). La memoria —su pérdida y su recuperación— es el gran tema de la obra de Ishiguro y es, también, un elemento fundamental para el conocimiento: es imposible conocer sin recordar.