Resentidos

Resentidos

Se dice que los mexicanos somos un pueblo resentido. Pero, ¿qué es exactamente ser un resentido? Según el diccionario de la RAE, el término “resentimiento” alude a la “acción y efecto de resentirse”. Es decir, de (1) “empezar a flaquear (debilitarse)”, (2) “tener sentimiento, pesar o enojo por algo”, y (3) “sentir dolor o molestia en alguna parte del cuerpo, a causa de alguna enfermedad o dolencia pasada”.

Además de subrayar que se trata de un término negativo y “bajo”, son las dos últimas acepciones las que deben llamar nuestra atención.

Decimos que, cuando alguien tiene sentimiento con nosotros o cuando está sentido, guarda un pesar o un enojo hacia nuestra persona, como si estuviéramos en deuda con él o ella. Pero el diccionario también señala dos detalles más en la tercera acepción. Primero: que ese peculiar sentimiento apunta a “alguna parte del cuerpo” y, segundo: que señala hacia el pasado. Esto es, el resentimiento mostraría enojo o pesar por algo que sufrimos corporalmente en nuestro pasado. Por eso entendemos que el resentido vuelve a sentir —¿a veces o todo el tiempo?— enojo o pesar por un agravio padecido antes.

¿Y de qué estamos resentidos los mexicanos? La lista quizá no es muy larga: resentimos la Conquista, resentimos el Virreinato, resentimos la pérdida de la mitad del territorio nacional por la guerra con EEUU, resentimos la larga dictadura porfirista, resentimos el autoritarismo priista durante el s. XX, resentimos no ser dueños de nuestro destino. Curiosamente, cada uno de esos hechos históricos suele ser muy mal entendido y suele ser explicado de manera maniquea.

Juicios sumarios

La llamada Conquista sólo fue posible gracias a la participación de varios pueblos originarios, hartos de la tiranía mexica. (Pero nosotros hemos decidido identificarnos negativamente justamente con los tiranos y la mejor prueba es que la Ciudad de México, que es la capital y a la que llamamos simplemente México, es la que le da nombre al país mismo, caso único en el mundo.)

La etapa del Virreinato logró la cohesión de un vasto y hostil territorio en un orbe indiano (como lo llamó el gran historiador inglés David A. Brading), que generó una cultura única y propia, distinta de la española; cultura que se plasmó en un excelso arte barroco, una rica y variada cocina nacional (pocos países pueden presumirlo), costumbres y fiestas que nos distinguen de otros pueblos, una literatura propia que fue inaugurada por una de las más grandes poetas de toda la historia y una inteligencia deslumbrante y extraordinaria, una civilización que si bien no era perfecta (ninguna lo es) sí era viva y rica en lo material y lo espiritual. (Pero nosotros hemos decidido identificarnos negativamente frente y contra España.)

La pérdida de más de la mitad del territorio de México es uno de los capítulos peor comprendidos de nuestra historia. Baste decir que México, desorganizado y dividido entre liberales y conservadores, declaró la guerra al vecino del Norte (y en las guerras siempre hay consecuencias y costos). No quiero decir que la pérdida del territorio haya sido justa, pero ninguna guerra es justa. Más de 170 años después, la lección más grande que nos pudo dejar esa guerra aún está por aprenderse, esto es: divididos siempre seremos menos, divididos siempre vamos a perder. (Pero nosotros negativamente hemos decidido ser las “víctimas” de lo que consideramos un “atraco”, un “robo”.)

La condena sumaria al largo régimen encabezado por Porfirio Díaz —que hace 30 años comenzó a moderarse, gracias a libros como El exilio, de Carlos Tello Díaz—, oculta una vez más nuestra incapacidad para evaluarnos a nosotros mismos como un pueblo más en el mundo y disculpa de paso la gigantesca destrucción que significó la llamada “Revolución Mexicana” (en realidad fueron muchas, y casi todas fueron revueltas y alzamientos liderados por caciques locales). (Pero nosotros negativamente hemos decidido que el porfiriato fue completamente malo, justificando así la destrucción de riqueza realizada por los robolucionarios.)

La justa crítica al autoritarismo priista suele obviar todo lo bueno que los años de orden y estabilidad (la pax del priato) le dieron a México. Solemos ser incapaces de reconocer que fue precisamente esa estabilidad y ese orden los que se perdieron cuando decidimos transitar hacia la plena democracia. La inseguridad y violencia actuales son el costo que hay que pagar por elegir libremente a nuestros gobernantes. Hoy, aún debemos imaginar caminos y alternativas para poder lograr ser un país democrático, en el que exista pleno estado de derecho. Y el tiempo se agota. (Pero nosotros hemos decidido negativamente que el PRI no dejó nada bueno y que la transición democrática no ha valido la pena.)

Friedrich Nietzsche, fotografía de 1882.
Friedrich Nietzsche, 1882 (foto de Gustav Adolf Schultze).

El espíritu de venganza

Hace casi 140 años, Friedrich Nietzsche identificó el resentimiento con lo que él llamó “el espíritu de venganza”.

«Esto, sí, esto solo es la venganza misma: la aversión de la voluntad contra el tiempo y su “Fue”.»

Así habló Zaratustra, 2ª parte, “De la redención”

Si el resentimiento manifiesta nuestra aversión al tiempo y a su fue, si en el fondo de nuestra voluntad rechazamos la apertura al futuro y a lo incierto y preferimos vivir de “reminiscencias” (Freud y Breuer, Estudios sobre la histeria), no debe extrañar nuestra terca obsesión con un pasado que anhelamos mayestático, aunque es evidente que hay fragmentos de él que no logramos asimilar, masticar (o rumiar) y deglutir. Necesitamos, como las vacas, un segundo estómago para poder incorporar y reconocer todos esos pasados que duelen como una llaga viva en el cuerpo: la llaga que nos vuelve resentidos.

Por eso, hace casi 140 años, Nietzsche le exigía valor al nuevo hombre: valor para cruzar sobre una cuerda floja y con los ojos vendados el abismo que se abre ante él, valor para ser el Übermensch, el ultra-hombre, el sobre-hombre: el hombre que se supera a sí mismo.

Ese valor necesario sólo será posible cuando abandonemos la ilusión, victimizante, del huérfano condenado a buscar a su mítico padre (tema central en Pedro Páramo).

Somos, dijo Martin Heidegger en Ser y tiempo (1927), un pecio* en medio del océano. De nosotros (y sólo de cada uno de nosotros) depende mantenernos a flote en medio de la tormenta.

[*Pecio: Resto o fragmento de una nave naufragada, incluido cualquier objeto que se encontrara a bordo en el momento del naufragio.)