Nunca la soledad
Alguna vez escuché esto: «El problema del mexicano es que tiene demasiada Madre, pero muy poco Padre». Si consideramos que Madre y Padre son funciones de la realidad psíquica, esto es cierto (consúltese a Jacques Lacan). Por eso cuando descalificamos a alguien —porque es poco confiable, porque es un desvergonzado, porque carece de valores, porque es cobarde y vil—, los mexicanos le decimos que no tiene madre. Pero esto es particular del mexicano —en España y en otros países de América Latina se les llama, simplemente, “hijos de puta”.
Pero la putería para nosotros —sea lo que sea que signifique— es menos grave que la carencia, porque carecer de Madre (aunque biológicamente sea algo imposible) es sinónimo de ser “un hijo de la chingada”.
Otra vez, Octavio Paz
En El laberinto de la soledad, al hacer un análisis semántico de esta palabra y sus derivados, Octavio Paz se preguntó ¿quién es la Chingada? Concluyó que, para el mexicano, la Chingada es una de las caras de lo femenino. Mientras que lo masculino es lo cerrado y contenido en sí, lo no-vulnerado, la Chingada es sinónimo de algo o de alguien abierto, roto, desgarrado, violado, poco valioso: una chingadera, un hijo de la chingada.
Pero, curiosamente, el mismo término es también sinónimo de lo espectacular, de lo imponente, de lo poderoso: ser chingón o ser chingona es exceder la media y situarse por arriba de los demás. ¡Curiosa ambivalencia de nuestra manera de hablar (que es nuestra manera de entender el mundo)!
Si ahora regreso a la frase que cito al principio, ¿puede decirse entonces que el problema del mexicano es que “suele creer que es demasiado chingón”, aunque al final sólo sea “una pura chingadera”?
Quizá esa es la zona ontológica en la que el mexicano promedio se ubica: un objeto, una cosa que, aunque se considera única (y entonces es chingona), resulta ser una más entre muchas otras otras cosas (lo cuál le resta valor: una chingadera).
Nos pensamos únicos, nos proyectamos como extraordinarios en el mundo —y esta es la manera como piensa y siente un niño. Madurar y crecer significa reconocer que somos uno más, ni más ni menos que otro. Quien se llama a sí mismo extraordinario, quien se piensa y proyecta en otros su naturaleza sobre-natural (quien se cree el Gran Chingón) padece un delirio psicopático, porque al final, como dijo el poeta, “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro (i.e. lo humano) es pasar”.
El Gran Chingón es una fantasía, es un cuento que le contamos a niños asustados, a los que hay que asegurarles que no van a morir… para que se duerman y ya no den lata.
Ser niños
Los mexicanos, en general, siguen atrapados en esa fantasía, siguen creyéndose los grandes chingones. Quien lo dude, revise las campañas de publicidad que les refuerzan esa misma idea como el gancho para que compren una cerveza, se adhieran a una causa, voten por un candidato. Pocas cosas nos niegan tanto un lugar en esta tierra, en este mundo, como creer en el Gran Chingón (y dar por sentado que, claro, es mexicano).
No es que niegue el enorme valor de muchas de nuestras construcciones mexicanas. Sólo afirmo que están a la par de lo que nos ofrecen otras culturas; digo que somos hombres entre hombres y que todos nos enfrentamos a los mismos misterios: nacer, enamorarnos, morir.
Las obras de los mejores mexicanos, desde Sor Juana hasta Paz, se ubican sobre esta misma ruta.
Me gustaría ver a mi gente liberada de estos fetiches y estas creencias infantiles. Sé que es un proceso (una historia) y que llevará tiempo —no unos cuantos años, sino décadas y quizá siglos. Mientras tanto, disfruto sus muchas manifestaciones, pero sin dejar de sentirme siempre parte de algo más grande que nosotros mismos —ser parte de lo universal, nunca aislado, nunca en soledad.