Algunas notas sobre mi generación
Para Hanita
Para Gloria, Miguel Ángel y Paco Prieto
Pertenezco a la llamada “Generación de 1994” o “generación de la discordia”, como la bautizó el historiador Enrique Krauze (en Reforma, 8/5/2016), un grupo que incluye a los que nacimos entre 1951 y 1965. Aunque nuestro despertar cívico quizá ocurrió entre 1986 —con el “fraude patriótico” en Chihuahua, operado por Manuel Bartlett— y 1988 —con la “caída del sistema” operada también por Manuel Bartlett—, nuestro bautizo de fuego nos llegó un poco más tarde, en 1994. Fue el año del TLC y del EZLN, el de los asesinatos de Colosio y de Ruiz Massieu, el de los llamados “errores de diciembre” y de la última crisis de fin de sexenio.
Creo que gran parte de los esfuerzos de mi generación —y también de la siguiente— se enfocaron en impulsar sin descanso la apertura democrática, indispensable e inaplazable después de la apertura económica. Desde el periodismo, desde la crítica, desde las primeras ONGs, desde la academia y la creación de empresas, desde el ejercicio público, mi generación y la siguiente buscaron con ansia dejar atrás los ciclos de crisis sexenales a partir del fortalecimiento y de la creación de nuevas instituciones, de nuevos marcos normativos y del impulso a la democracia. Sin embargo, todo este esfuerzo ha estado bajo asedio durante el actual gobierno… y ello resulta curioso y paradójico. Me explico.
Krauze, siguiendo algunas ideas de José Ortega y Gasset y de Luis González —véanse los ensayos “Cuatro estaciones de la cultura mexicana” y “El método de las generaciones”—, propuso en 1981 un sistema de análisis generacional para explicar el desarrollo cultural y político de México.
Mi generación, que repaso en este texto, incluye a personajes de la política como Ernesto Zedillo (1951), Andrés Manuel López Obrador (1953) y Felipe Calderón (1962). También caben escritores como Alberto Ruy-Sánchez (1951), Juan Villoro (1956), Aurelio Asiain (1960) y nuestro mayor crítico literario hoy, Christopher Domínguez Michael (1962), por mencionar a algunos.
El método de las generaciones
Siguiendo a Ortega y Gasset, Krauze argumenta que la diferencia de años entre cada generación marca la distancia entre un maestro y un alumno (de 10 a 15 años) y que cada una se divide en dos promociones (separadas por lapsos de siete u ocho años): la primera promoción empuja y la segunda corrige, continúa o radicaliza el esfuerzo. Cada generación, advierte el autor de Caras de la historia, comete un “parricidio” dirigido hacia los exponentes de la generación anterior —un “parricidio” que, siendo simbólico, puede ser creador o puede ser estéril.
La generación anterior a la mía, la llamada “Generación del 68” (los nacidos entre 1936 y 1950) fue la que padeció la persecución autoritaria y anti-comunista de Adolfo López Mateos y de Gustavo Díaz Ordaz. Después de la matanza de Tlaltelolco, muchos quedaron capturados ya por la guerrilla, ya por las becas y beneficios (los sobornos) de Echeverría y de López Portillo. Mis maestros fueron casi todos de esa generación: desde el muy recordado Miguel Manzur Kuri (1928-1993) —en realidad, un miembro de la generación anterior, la de “Medio Siglo”— hasta los muy queridos Gloria Prado, Miguel Ángel Zarco y Francisco Prieto. Gracias a ellos y a otros más, soy lo que soy.
Me parece que mi generación quedó muy dividida políticamente en cada una de sus dos promociones: la primera, hasta 1958 o quizá 1959, siempre más cercana al castrismo, a la figura del Che y a la revolución cubana; la segunda, hastiada del decrépito discurso nacionalista revolucionario, alejada de la música vernácula y previamente globalizada gracias al rock y al pop en inglés, temprana lectora del último Octavio Paz y de otros colaboradores de Vuelta, (Gabriel Zaid, el propio Krauze), es quizá más abierta y más liberal.
Hay otros factores que, creo, Krauze no consideró en su primer ensayo y en sus posteriores análisis (publicados en el diario Reforma entre abril y mayo de 2016), como es la división interna (a veces, la franca oposición) que puede establecerse —especialmente para varios miembros de mi generación— entre quienes fueron educados en escuelas y universidades públicas y los que acudimos a instituciones privadas. Otro posible corte transversal es el lugar de origen: no es lo mismo haber nacido o tener ancestros que son del Norte (es decir: arriba del paralelo 20), que haber nacido o tener parentela inmediata en Tabasco, Chiapas, Guerrero, EdoMex, etcétera.
Sería interesante investigar a la luz de estas diferencias, por ejemplo, el enfrentamiento y franca rivalidad entre dos miembros de mi generación: López Obrador y Calderón. Y más allá de sus claras diferencias dogmáticas o ideológicas, de clase o de origen, considerar las de su currículum educativo y las ideas y creencias bajo las que fueron formados. Creo que ese choque explicaría una ruptura interna que percibo en esta “generación de la discordia” —discordia ¿con ella misma?— y que acaso puede repetirse en posteriores promociones. Discordia es un término que aplica a las emociones pero también a la música: no hay melodía que emocione sin notas discordantes.
Reconocer lo evidente
Lejos de mi interés está el provocar, con estas preguntas, un debate “clasista”. Al contrario, se trata de reconocer lo que debería ser evidente: las claras diferencias que existen entre (simplificándolos, claro) dos sistemas de ideas y de creencias distintos: el de la educación pública y el de la educación privada. Y más que diferencias: la tensión y hasta la fricción entre uno y otro.
Ofrezco un ejemplo. Siempre que en México se habla sobre el “problema educativo” y de las varias alternativas para resolverlo, quizá hasta 90% de los analistas e investigadores sólo se refieren a la educación pública, pero casi nunca consideran la otra realidad: la educación privada que, aunque por el número de alumnos que implica resulta minoritaria, no por ello deja de ejercer su influencia. (Espero poder dedicar algún tiempo más adelante, para reflexionar sobre estas y otras curiosidades que muy pocos incorporan a la discusión. Conozco buenas anécdotas que evidencian algunos estados de cosas.)
De mi generación y de forma personal, en el ámbito político quiero destacar aquí a tres personas, para mí, ejemplares: José Woldemberg (1952), un ex-socialista y libertario que corrigió sus ideas y que fue el primer consejero presidente del IFE; mi queridísima amiga Alejandra Latapí Renner (1960), exconsejera del IFE; y a Luis Carlos Ugalde (1966), exconsejero presidente de ese mismo IFE de 2006, quien en estricto sentido pertenecería a la siguiente generación.
De Pepe Woldemberg ¿qué más puede escribirse? Fue el árbitro impecable y necesario para nuestra transición; no podemos entender nuestro paso a la democracia sin el trabajo que lideraron Woldemberg y otros miembros más de ese consejo (como Mauricio Merino). De Ugalde y de Latapí, no puedo decir menos: ese consejo de 2006 resistió el brutal y artero embate de un muy mal perdedor, de un populista y de sus huestes fanáticas que, con mentiras, infamias, bajezas, descalificaciones e insultos, todos impulsados desde la llamada “izquierda”, buscó descarrilar el proceso de la alternancia. Hoy ya es evidente que ese mal perdedor resultó ser un mucho peor presidente; ya es evidente el carácter retrógrada, autoritario y patriarcal de este régimen, como lo expliqué aquí hace un año.
¿Hubo mucha gente de mi generación (y de la siguiente) desencantada por la derrota del PRD en 2006? Seguro: varios de mis amigos y conocidos terminaron incluso furiosos. Hoy, todos ellos votantes convencidos del rayito de esperanza, ya están en contra de nuestro aprendiz de tirano. Pero hay que decirlo: por su falta de auto-examen contribuyeron a provocarle un enorme daño a la naciente democracia mexicana, cada quien en su debida proporción.
Cortes de caja
En el corte de caja de mi generación, me gustaría escuchar las razones de personajes como Juan Villoro que, de buena fe (y acaso por no perder popularidad entre sus lectores de pseudo-izquierda —en realidad, fachos disfrazados), siguen haciendo como que “la virgen les habla” y no nos han explicado sus posturas anteriores.
Esto, en México, no es extraño. En varios miembros de la “generación del 68”, que a principios de los años 80 criticaron ferozmente las ideas liberales de Octavio Paz (una enorme novedad en esos años y en este país), se verifica cómo ya se han acomodado en posturas muy similares a las de aquél mismo Paz, a quien los fanáticos de izquierda quemaron en efigie frente a la embajada de EEUU (y muchos de ellos guardaron silencio).
Hace falta un mea culpa como el que en su momento hizo un André Gide, tras su regreso de la URSS. Sin ello, no habrá intelectualidad posible en México, porque habrán perdido su estatura moral. ¡Cuánto se extraña en México una figura como Albert Camus!
No sólo llamo a cuentas a un Villoro —quizá, junto con Alberto Ruy-Sánchez, el mayor escritor de mi generación. Hay cientos de cómplices (en esta y otras generaciones) que nos deben muchas, muchísimas explicaciones sobre el alcance de su compromiso auténticamente democrático. Incluyo, por supuesto, a Felipe Calderón, por su infame “guerra contra el narco”, que utilizó para legitimar su presidencia pero que, desde 2007, ha teñido de sangre a este país, sin que tengamos aún una ruta para recobrar cierta paz social.
La franca estulticia del insustancial Enrique Peña Nieto (1968) y de su claque de corruptos le pertenece a la siguiente generación (1966-1980), la llamada “Generación X” o “Generación mediática”, como la llama Krauze; es la generación de casi todos mis alumnos, cuyos padres en su mayoría son parte de la “Generación del 68”.
Quizá mi querido amigo David Miklos (1970) se anime, un día, a reflexionar sobre ello. Sería muy interesante conocer su punto de vista porque, por diversos factores, David tiene una perspectiva desde fuera (desde más, más afuera) pero, al mismo tiempo, creo, una perspectiva muy íntima y cercana. Sería enriquecedor leerlo.
Aquí quise dejar constancia de un parcial y muy personal testimonio de mi generación, justo en estos días. Porque hoy la historia se juega de manera tan cercana que casi se le puede palpar en las calles. No sólo entre nosotros —con todos estos retrocesos democráticos, que en realidad buscan cancelar la apertura—, sino en el mundo sin más. En Ucrania, para abreviar, la historia ha vuelto a hacerse presente de golpe, clausurando aquella fallida previsión de Francis Fukuyama, de 1989, sobre un supuesto “fin de la historia” —tesis que, en Vuelta, Paz y otros descalificaron en su momento, por ser ingenua y muy simplista.
No, Hegel no ha muerto. Sigue muy campante, obligándonos a pensar y repensar nuestra situación, hoy condicionada no por el caduco y ya falso enfrentamiento entre “derecha” e “izquierda”, sino por el choque entre liberalismo y autoritarismo, entre sociedades abiertas y sociedades cerradas, entre un régimen de derechos o un régimen de privilegios que, incorporado al sistema, perpetúa la aborrecida corrupción (véase este video en YouTube, de una interesante charla de Mauricio Merino).
Octavio Paz advirtió que el hombre no sólo está en la historia, es también historia: el hombre hace la historia. Octavio Paz: nuestro gran abuelo.