Luvina, entre la tierra y el infierno (y un recuerdo)
Para mi madre, en su cumpleaños 80
Puedo verlo, sentado en un sofá, en la casa de mis padres. Lo alcanzo a ver meramente traído por el recuerdo. Está escuchando ese disco de la colección Voz Viva de la UNAM, que recién había yo comprado. Lo miro riéndose de los chistes que cuenta Juan Rulfo, recordando las historias de un país roto (que él padeció de primera mano), primero por la Revolución y, luego, por la guerra de los cristeros: los levantamientos, las revueltas, los asesinados, las viudas, las venganzas, los huérfanos.
Haberle puesto ese disco, una tarde lejana de 1985 ó 1986, es una de mis grandes alegrías, porque ese día supe que las palabras de Rulfo lo llevaban a su infancia —ese lugar dorado e idealizado, al que siempre todos queremos volver.
Soy feliz por haberle abierto a mi abuelo esa puerta de viaje.
Yo había visto a Juan Rulfo tres o cuatro veces en la librería “El Juglar”, en San José Insurgentes, y alguna otra vez en un evento en Bellas Artes, el día en que Julio Cortázar murió (fue Rulfo quien lo comunicó a la audiencia, y pidió un minuto de silencio por el gran cuentista argentino, su amigo). Quizá otra vez, en la despedida a Mempo Giardinelli, también en “El Juglar”. Se lo conté a mi abuelo y, una mañana, lo llevé a tomar café a esa librería, para escuchar los tañidos cercanos del llamado a misa, con la esperanza de que nos topáramos con don Juan.
A Rulfo siempre quise pedirle su autógrafo, pero nunca me atreví, porque sabía que era tímido y no fácil para socializar; yo también lo soy y conozco de sobra el sentimiento.
Muchos años después, por mi trato con Selma Ferretis Nieto —hija del injustamento olvidado Jorge Ferretis, uno de los tutores de Rulfo en el Centro Mexicano de Escritores—, supe que el escritor, nacido en Sayula, Jalisco, en mayo de 1917, sufría tal ansiedad en el trato social que, reunidos los tres (Efrén Hernández, Rulfo y ella) en algún café, cerca de Gobernación, para hablar de libros y de literatura, el autor de El llano en llamas, que entonces era un desconocido, abandonaba el breve cónclave para visitar el bar contiguo y tomarse de golpe una copa, un trago que le ayudara a reducir su angustia. Hoy le llaman “trastorno de ansiedad social”.
Supe también que Rulfo, a principios de los años 50, solía ir al departamento de Tacubaya, donde Selma vivía con su marido y sus hijos. Llevaba bajo el brazo las cuartillas de su novela Los murmullos (que más tarde fue Pedro Páramo), para corregirlas ahí, tumbado de panza sobre el piso, antes de presentarlas en la sesión de esa semana.
Regreso a la imagen de mi abuelo, los dos escuchando a Rulfo que nos lee “Luvina”, ese cuento inmenso. Puedo verlo reír cuando en el cuento el narrador dice:
Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así, tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.
Rulfo sabe reír y nos enseña a reír en medio de ese mundo triste que describen sus textos: un mundo muerto, hoy lejano y (aparentemente) ya irreconocible para nosotros, sus contemporáneos. Un mundo siempre presente, apenas abandonamos la cómoda realidad urbana que hoy constituye la realidad de buena parte de los mexicanos.
Horizontes de comprehensión
Algún idiota aseguró, hace unos meses, que los mexicanos deberíamos tirar al cesto de la basura el mayor libro de ensayo escrito por un mexicano en el siglo XX, El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, pues (después dijo) elabora el mismo discurso que “le dio justificación” al PRI del siglo pasado y que (genial intuición) “nos condena a la resignación”. Si esta idea, que es llanamente estúpida, tuviese algún fundamento, entonces también habría que tirar a la basura los dos libros de Juan Rulfo: en ese mundo sólo hay resignación.
Ergo, el autor de semejante “ocurrencia” ha probado ser no sólo un cínico, sino un estúpido redomado, que carece del talento y de la sensibilidad para leer en contexto cualquier cosa escrita hace 50, 60, 70 años o más —todo lo que rebase el tiempo de su vida vivida.
Carece, diría Hans-Georg Gadamer, de “un horizonte de comprehensión hermenéutica”, es decir: de la capacidad para comprender e interpretar un texto en su condición temporal y, así, poder apropiarse de la enseñanza que nos deja tal escrito. Supongo que este idiota quiso, en realidad, hacer una crítica radical, una crítica “inteligente”. Pero le faltaron un par de neuronas.
Por cierto: los nazis eran también radicales —arrojaban libros decadentes a la hoguera. Es cosa ampliamente documentada que fueron (y son) muy “inteligentes”… Hasta escuchaban a Bach, al tiempo que exterminaban a seres humanos “decadentes” (Sophie’s Choice, de William Styron).
El cuento que se cuenta
La obra de Juan Rulfo es (sin hipérbole) inmensa, aunque sólo haya publicado dos libros (tres, si contamos los fragmentos reunidos en El gallo de oro), es decir: su libro de cuentos El llano en llamas, y su novela Pedro Páramo. Dos libros perfectos que quedarán ahí, para todas las mujeres y todos los hombres, de todos los tiempos, dispuestos a leerlos. Rulfo sigue siendo ese gran faro que señala atajos, caminos y posibles rutas alternativas a quienes queremos escribir.
A pesar de las ediciones que agregan y quitan textos, a la obra de Rulfo ya no le hace falta nada más. No sólo escuchamos en ella el habla “auténtica” de México (un habla que él inventa), o sus sentimientos profundos, o el humor (hay finos chistes escondidos en sus cuentos) —es la honda realidad humana lo que se expresa ahí.
“Luvina”, uno de sus cuentos más celebrados, es el tema de esta reflexión.
No sé cuántas veces lo he leído y lo he escuchado (en la propia voz del autor), y no me aburre nunca. Se afirma que “Luvina” anticipa a Pedro Páramo. El propio Rulfo así lo dijo (Los nuestros, entrevistas con Luis Harss) y San Juan Luvina puede entenderse como una versión temprana de la mítica Comala, que a su vez inspirará a Gabriel García Márquez para terminar de elaborar su Macondo. Pero “Luvina”, por sí mismo, es una obra maestra que no requiere contexto o justificación alguna.
La historia del cuento es muy simple, es apenas una anécdota. Un maestro de escuela, que va rumbo a San Juan Luvina, escucha a otro maestro de escuela que ya estuvo ahí. Los dos beben cerveza y acaso «unos mezcalitos». Sólo uno de ellos habla, «llevado por el recuerdo», habla resignado quien ya vivió en San Juan Luvina:
Allá viví. Allá deje la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien.
Pero antes, Rulfo gasta casi la mitad del cuento para describir físicamente ese lugar. Arranca con este párrafo, perfecto:
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo de que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes de que llegue a caer sobre la tierra.
Desde el inicio, Luvina es un lugar triste, donde todo ya está muerto. No hay nada que permanezca vivo ahí, todo lo que alcanza a vivir muere pronto o se vuelve sueño, esa realidad intermedia entre la vida y la muerte.
…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
Lo físico tiene realidad humana: las barrancas generan sueños, las plantas tienen manos para agarrarse de la tierra, rasguñan el aire y hacen ruidos espantosos. Luvina es una realidad aparte.
Cada párrafo cierra con la mención del siguiente elemento que habrá de narrar Rulfo, autor que no permite que nada germine en esa tierra hosca, lejana y abandonada. Pero en el siguiente párrafo, nuestro escritor ya abandona la tierra y elabora sobre otro elemento: el viento, que opera como la otra fuerza superior que domina a los hombres y mujeres del pueblo. De paso identifica a su narrador:
—Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
«Ya mirará usted… Ya lo verá usted…» El viento arrastra, se planta, muerde, arranca, tiene uñas, raspa, escarba, bulle, es una pala picuda que taladra la tierra y las casas… El viento se ve.
Pasmado ante la realidad brutal, el narrador le pregunta a su mujer: «¿En qué país estamos, Agripina?», y luego: «¿Qué país es este, Agripina?» Y en ambas ocasiones, su mujer se alza de hombros.
Un lector ingenuo, bisoño, creerá que el narrador es muy torpe, porque repite las cosas y porque, con frecuencia, adjetiva con el mismo verbo que ha usado antes: «…rociada siempre por el rocío del amanecer», o «Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate», o «…aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto.»
Pero estos giros (muy frecuentes en la obra de Rulfo, imposibles ya de repetir) son la clave de su alta poesía, revelan la verdadera maestría del autor, quien sabe de sobra que los seres humanos solemos hablar de forma circular y que, por lo tanto, nos enredamos en las palabras —terminamos atrapados en la cárcel de un lenguaje que ya no sirve para expresar plenamente nuestra realidad o nuestro sentir: una lengua rota, como el propio país, como la tierra, como los huesos chirriantes de los vivos que sólo esperan «el día de la muerte, que para ellos es una esperanza».
Rulfo entonces, a fuerza de repetir palabras y machacar con ellas, las tensa hasta exprimirlas, hasta agotarlas y secarlas, dejarlas moribundas sobre la página en blanco, porque quiere hablar de una realidad ya muerta antes de ser gestada. Así hace eco de un clásico: Sófocles, el trágico griego.
No haber nacido es, por encima de cualquier otro, el mejor premio.
Sófocles, ‘Edipo en Colono’
Estos tres primeros párrafos de “Luvina” pueden colocarse, sin problema, al lado de los grandes arranques de la literatura universal, sean los de Homero, de Dante, de Dickens o de Proust. Así de gigante es, me parece, esa obra maestra que es “Luvina”.
Y a ese cuento hay que agregar los otros igualmente magistrales: “El hombre”, “¡Diles que no me maten!”, “Talpa”, “Nos han dado la tierra”, etcétera etcétera. Todo mexicano bien nacido debería llevar a Rulfo en su corazón.
Un café y una campana
Yo puedo guardar la alegría de haber visto a don Juan vivo, de ver a un verdadero inmortal, discutiendo con alguien, seguramente sobre asuntos de fotografía, de antropología e indigenismo (junto con la literatura estadounidense, sus auténticas pasiones).
El día que llevé a mi abuelo a tomar café a “El Juglar”, llegamos a eso de las 11 de la mañana. Pedimos dos americanos y una órden de bisquets con mermelada de fresa (mi abuelo era aficionado a lo dulce), platicamos de sus recuerdos y le pedí que me contara de su infancia, de sus días de niño; y ahí esperamos hasta el mediodía, cuando las campanas de la iglesia tañeron su llamado a misa. El parque estaba vacío y sólo se oía el piar de los pájaros. Fue una mañana breve pero, traída por el recuerdo, ya es eterna.
De mi abuelo aprendí el gusto por el whisky Red Label y también el gusto por el queso Cabrales (que ya antes mi padre, nieto de asturiano, me enseñó a gustar). No hay festejo en que no lo tenga presente, lo mismo que a mi queridísima abuela. Ellos son dos de mis fantasmas.
Tengo una fotografía de él, joven, cigarro en su mano derecha, en su Matehuala, de perfil y el sombrero bien puesto, la pañoleta en el cuello. Guapo.
Él murió una tarde de abril de 1987. Un día como hoy, habría cumplido 112 años. Siempre que leo o escucho a Rulfo, él está conmigo, leyendo y escuchando a mi lado. Y ahora mismo escucho otra vez “Luvina” y él está conmigo.
Es quizá por eso que me gustan las historias de fantasmas.