Maquiavelo en Starbucks
Hace varios meses, en un podcast que se puede escuchar aquí, el politólogo FernandoDworak (Twitter: @FernandoDworak) dijo, sin rubor alguno, que habría que tirar al cesto de la basura el mayor libro mexicano de ensayo del siglo XX (y uno de los ensayos fundamentales en Occidente, según sostiene Harold Bloom en The Western Cannon). Me refiero, claro, a El laberinto de la soledad, libro escrito por el poeta y premio Nobel 1990, Octavio Paz.
No conozco a detalle la trayectoria intelectual de Dworak. Sé que ha sido asesor de políticos, que un par de veces fue funcionario en el Congreso y que se oferta como consultor político especializado en temas legislativos, además de que trabaja como catedrático. Sus credenciales académicas me parecen realmente impecables, su comprensión profunda del país y de la política mexicana ya no tanto.
Dworak parte de un equívoco radical: según él, en ese ensayo Paz desarrolló un discurso que buscaba legitimar (sic) al nacionalismo revolucionario del PRI.
Esto es falso.
Leer o deslizar la mirada
Nuestro Maquiavelo azteca —que cada semana se esfuerza en señalar por qué todos los demás están equivocados y sólo él es capaz de ver la luz verdadera —pero ¡ay! muy pocos lo citan o le hacen segunda—, no parece que haya leído a Paz y, si lo hizo alguna vez, Dworak no entendió absolutamente nada de lo que ahí se dice.
Lejos de legitimar el discurso revolucionario nacionalista del PRI de mediados del siglo XX, El laberinto de la soledad (1950 y 1959) fue y es una crítica radical, precisamente a ese nacionalismo revolucionario (o mejor: al provincialismo nacionalista y revolucionario) de los años 40 y 50. Este libro, que Paz originalmente concibió como una novela, fue la primer obra mexicana que proyectó a México como parte de un concierto de pueblos y naciones que, a mediados del ya muy convulso siglo XX, buscaban expresarse en sus propios términos. Más aún, nuestro poeta actualizó su duro diagnóstico en Posdata (1970), continuación de El laberinto… y una crítica radical al PRI y a la versión más terrible de las fuerzas históricas que llevaron al ’68, un ensayo del cual Dworak no opina nada (quizá ni lo conozca).
Pero nuestro politólogo, nacido al parecer ya en los años 70, demuestra no conocer ni estar interesado en la trayectoria intelectual de Octavio Paz, mucho menos en la situación intelectual de México a mediados del siglo pasado. Él decide tirar a la basura un libro fundamental, punto. Y mientras (me imagino) disfruta su café en un Starbucks y, desde ahí, cree analizar lo que sucede a su alrededor. Quizá por eso acaba tan tan solo en sus programas —lo escuchan (creo) algunos de sus alumnos, sus familiares y sus amigos.
Me parece una lástima porque considero que Fernando Dworak es un hombre inteligente pero que, como otros muchos otros analistas, carece de sensibilidad plástica y artística: cualquier fenómeno que se salga de su esquema de análisis suele ser negado, anulado (quizá Hegel fue el primer pensador de Occidente que operó así). Es eso lo que a veces echo de menos, por ejemplo, en algunos análisis del admirado Macario Schettino, a quien considero un positivista en buena lid.
Y creo que esto es precisamente lo que marca la distancia entre un opinador y un intelectual —los llamados infuencers quedan mucho más bajo: se miden sólo por la cantidad de followers.
Dworak suele, además, ser un abierto provocador —un enfant terrible— pero sin “espina” moral. Recién publicó un tuit donde aseguró que la defensa ciudadana del INE puede volverse un “fetiche” (sic). Con su mensaje, Dworak confiesa que vive en su torre de marfil.
Me lo imagino como alguien que, ante cualquier opinión que no sea la suya, siempre responde “No”. Me parece que es una persona incapaz de establecer diálogo con nadie, excepto consigo mismo. Imagino, también, que hace algunos años alguien le dijo que era un “genio”… y que él se la creyó.
El hombre rebelde
Cuando es realmente bueno, un opinador domina académicamente su materia, conoce su desarrollo y ubica las tendencias más actuales —hoy la TV y los medios impresos están repletos de ellos. Un intelectual, aunque no domine lo meramente académico, sí reconoce como pocos la sensibilidad de su tiempo, hace una crítica (es decir, establece límites) y arriesga una postura moral. El mejor ejemplo en el que puedo pensar es, por supuesto, Albert Camus.
Camus —que, por cierto, se hizo amigo de Paz en el París de finales de los años 40 y principios de los 50— remó a contracorriente ¡en la misma Francia! de las creencias de su tiempo (i.e. la fe ciega en el comunismo soviético que defendió, hasta el final, Jean-Paul Sartre) para afirmar con fuerza al individuo ante el Estado, la moral ante la ideología, la vida ante el absurdo.
Desearía que nuestros opinadores leyeran más a Camus y menos el más reciente best-seller en Amazon Kindle. La moda, dijo Leopardi, es hija de la muerte.
Creer que Paz justifica al nacionalismo del PRI o que el mexicano del siglo XXI es radicalmente distinto del mexicano que se describe El laberinto de la soledad —y que ya no tiene nada que ver con él… y que por eso hay que tirar ese libro al cesto de la basura— es como creer que el mejor caffè espresso lo sirven… en Starbucks.
No: evidentemente Paz no justificó al PRI y uno y otro no son iguales, pero el drama psíquico profundo de cada mexicano sigue siendo el mismo: carecen de Padre y les sobra Madre. Hence, AMLO… a quien Dworak parece rendir pleitesía, por la única y fofa razón de ser un “gran comunicador” (sea lo que sea que eso signifique hoy).
En sus podcasts, Dworak supone que la actual prevalencia populista de nuestra política —que hace eco, precisamente, en ese nacionalismo revolucionario que Dworak cree condenar en Paz— se debe a alguna “genialidad de discurso” y de manejo político de este tiranuelo que cobra como presidente. Lo que no se da cuenta —lo que no puede saber, porque en el fondo no conoce la psique, el alma mexicana— es que, en su discurso, el pequeñito hombre que cobra de presidente hace uso de las mismas taras y traumas que el propio Paz describió hace 70 años… precisamente en El laberinto de la soledad.
Dworak necesita leer urgentemente, ya no a Octavio Paz, sino a George Gadamer (pedirle Heidegger ya sería demasiado) y entender el concepto de “horizonte de comprehensión hermenéutica”. (Apunto de pasada que México es uno de los países de la OCDE donde peor comprensión de lectura hay.) De otra manera, como tantos opinadores más, seguirá hablando de ese país ficticio que se discute en los escritorios de los asesores políticos, en los cubículos de nuestros positivistas investigadores, en los despachos de los burócratas y de los opinólogos que fallan sus predicciones, y en esos grandes planes de desarrollo que siempre benefician a unos cuantos y empobrecen a la mayoría.
Pero mientras eso pasa, nuestro Maquiavelo azteca bebe con calma su café en algún Starbucks de Coyoacán o de San Ángel. Nos mira a los ojos… y su sonrisa es, comme il faut, sardónica.