Sordera y tinnitus social

Sordera y tinnitus social

Se le llama tinnitus. El término viene del latín tinnire, que significa “timbrar, hacer sonar”. En Wikipedia se le describe como “un fenómeno perceptivo que consiste en notar sonidos o latidos en el oído, que no proceden de ninguna fuente externa”. Regularmente se manifiesta con un zumbido o pitido constante, cuyo volumen relativo es variable. Se desconoce su origen, pero puede estar asociado a inflamaciones en el oído interno y/o aumento de líquido (endolinfa) en el laberinto —el llamado “síndrome de Ménière”—, a algún golpe muy fuerte en la cabeza —que es la causa más rara—, a infecciones del oído medio, a excesiva acumulación de cerilla, a estrés intenso o a la exposición a ruido constante.

A veces se manifiesta en episodios cortos —por ejemplo, luego de ir a un concierto o escuchar música a muy alto volúmen por lapsos prolongados—, a veces se extiende durante periodos más extensos que pueden durar días y hasta semanas, a veces es una condición crónica que suele aparecer en la tercera edad y puede agravarse paulatinamente hasta provocar incluso vértigo —el oido, recordemos, está asociado al sentido del equilibrio— o sordera permanente, pues el volumen del zumbido interno llega a ser tan alto que apaga los ruidos del exterior.

Para un músico, un ingeniero de sonido o un melómano es un padecimiento cruel, ya que disminuye la capacidad de reconocer y de disfrutar sonidos. Se calcula que entre el 10% y el 15% de la población mundial sufre tinnitus.

Personalmente, lo padezco desde hace un par de años. Es, creo, una manifestación leve de tinnitus, pero que suele aumentar su intensidad por estrés.

Ruido en las redes

Creo que, socialmente, padecemos una especie de tinnitus, generado por el altísimo volumen de los mensajes a los que estamos expuestos todo el tiempo.

Pareciera que todos estamos en una discoteca, con música a todo volumen, sin podernos escuchar unos a los otros. Por eso a veces nos gritamos y estamos acostumbrándonos a dar alaridos todo el tiempo.

Y claro: hay generadores de ruido innecesario y hay los irresponsables que aumentan el volumen —otra manera de entender la polarización.

Esto sólo se agrava cuando participamos activamente en “conversaciones” —donde, en realidad, nadie escucha a nadie. Los políticos, los lideres de opinión y los medios tienen una gran responsabilidad en ello; pero también la tenemos los propios usuarios de redes sociales y de sistemas de mensajería digital, donde lo común es reaccionar y enviar mensajes sin meditarlos al menos un par de minutos, llevados por la prisa que determina nuestra vida moderna —llegar antes, llegar con más fuerza, aspirar a ser el primero, el que genere más likes, retweets y que ganemos popularidad (sentirnos queridos).

Es triste comprobar que, paralelamente, la capacidad para escuchar (y para leer y comprender) va en franco declive. Se suele culpar a las plataformas digitales de lo que sucede, pero considero que es un error: la responsabilidad siempre será de los usuarios (que por lo común pecan de irresponsables).

Una herramienta suele ser utilizada casi siempre para realizar una tarea —por ejemplo, un martillo sirve para clavar un clavo, un desarmador para fijar un tornillo, etcétera—; pero esa misma herramienta puede volverse un arma letal si, por ejemplo, usamos ese martillo para golpear en la cabeza a alguien, o si ese desarmador sirve para apuñalar a otro.

Pocos, muy pocos son conscientes del enorme poder que nos da un teléfono inteligente y plataformas como Twitter o Facebook o WhatsApp. Son verdaderos megáfonos que elevan el volumen de nuestra voz y la hacen llegar, literalmente, a todo el mundo.

Fotograma del comic 'Spider Man'.
Fotograma del comic ‘Spider Man’.

Pero, como suelen repetir algunas películas: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad” (frase originalmente acuñada en el cómic Spider Man, si bien la idea puede rastrearse a un pasaje de la Convención Nacional Francesa de 1793, en el contexto de la Revolución Francesa: “Les Représentans du peuple… Ils doivent envisager qu’une grande responsabilité est la suite inséparable d’un grand pouvoir.”).

No todos los usuarios de internet mostramos responsabilidad en nuestro uso de las herramientas —y solemos usar nuestro martillo como un arma mortal que sirve para golpear a otros.

Así, el tinnitus crece y, si seguimos por esa ruta, pronto nos quedaremos sordos sin remedio.

Identidades y (falso) nacionalismo

Medito estos temas hoy, porque en estos días se viralizó una imagen donde se ve que un ídolo del futbol mundial (Lionel Messi) al parecer (y lo subrayo) patea y pisa el jersey de la Selección Mexicana en el vestidor de la Selección Argentina, durante el festejo por ganar el partido contra México. Y al parecer, eso fue lo que vio y entendió un famoso boxeador mexicano que ayudó a viralizar el video y, de paso, se lo reclamó y hasta amenazó al astro argentino.

Imposible juzgar la intención de nadie a partir de una imagen. Pero más alla de las diversas respuestas que defienden a Messi y las explicaciones de qué es lo que suele suceder en los vestuarios tras un partido, destaco dos conclusiones más: una, que no existe nadie en la Selección de Argentina que cuide que esos videos no se viralicen en redes sin ser sancionados antes por un community manager —hoy, cuando todo lo que llega a las redes sociales puede ser explosivo y motivo de escándalo. Segundo, que la preeminencia de la imagen —no por nada, la piedra fundamental de la idolatría— vuelve cada vez más difícil el diálogo. La imagen ocupa el lugar de la palabra, define identidades, justifica odios o rencores y condiciona sentimientos (falsamente) nacionalistas.

Si “lo que se ve no se juzga” entonces de nada sirve aquél consejo de San Pablo: “Quien tenga oídos, que escuche”.

Estupidez e idolatría

Suele culparse a los medios masivos de información por el declive del diálogo, la sustitución de la palabra por el imperio de la imagen.

Es un hecho indiscutible que la evolución de la fotografía, el posterior desarrollo del cine y, luego, la irrupción de la televisión, explican la prevalencia actual de lo imaginario, prevalencia directamente proporcional al ocaso de la palabra y de la inteligencia.

Aquí, de la mano de Milan Kundera, arriesgo otra manera de interpretar este fenómeno. En su novela El libro de la risa y el olvido (1979), el escritor y disidente checo recuerda una escena en compañía de su padre, el musicólogo y pianista Ludvik Kundera (1891-1971), quien fue discípulo del compositor Leoš Janáček, gloria musical de la nación checa.

Milan Kundera (1980), escritor y disidente checo.
Milan Kundera (1980), escritor y disidente checo.

Kundera alega —en el capítulo 18 de la sexta parte de esa novela— que la historia de la música occidental ha muerto, pero que su lugar no lo ocupa el silencio, sino la presencia onminiciente de las guitarras con su “aporreamiento uniforme y repetitivo” —y nos advierte que “la guitarra es eterna”.

Un año antes de la muerte de su padre, nos narra, lo acompañó en el acostumbrado paseo por el barrio. Recuerda que la música sonaba en cada esquina de Praga, brotaba de potentes altavoces, como invitando a los checos a olvidar la reciente ocupación soviética. De pronto, el padre del escritor se detuvo, miró el aparato que vomitaba el ruido incesante y “se concentró con gran intensidad para poder decir lo que estaba pensando”… Lentamente y con gran esfuerzo, el anciano Ludvik le dijo: “La estupidez de la música…”

Kundera concluye que, con esa frase, su padre destacaba un fenómeno —facilitado, agrego, durante el siglo XX, por la repetición mecánica de la música de consumo—: vivimos en un mundo donde la música ha dejado de ser inteligente, escuchamos “música sin pensamiento” y ella refleja “la escencial estupidez del hombre”.

La música, arte que se disfruta en la escucha, ha renunciado al pensamiento, es decir: a la palabra. El antiguo diálogo que se establecía entre músico o músicos y los oyentes quedó roto. Lo que hay es ruido y un alarido que lo apaga todo: tinnitus.

El auge actual de los servicios de streaming como Spotify, los memes y las redes sociales, las historias que se cuentan en videojuegos y series de televisión, además de la omnipresencia de las fotos, los videos y las selfies, capturados desde dispositivos celulares, potencian nuestra idolatría moderna. Nuestro dios es la antigua, poderosa imagen, anuladora del diálogo y la escucha.

Lo que se ve, en efecto, no se juzga.