Un llanto en medio de la noche

Un llanto en medio de la noche

«Dijo: Suéltame, que llega la aurora. Respondió: No te soltaré
hasta que me bendigas. Y le pregunto: ¿Cómo te llamas? Contestó: Jacob.»
Génesis 32:26-28

Uno de mis mayores terrores es escuchar el llanto de un bebé a la mitad de la oscura noche. Lo mismo que oír el espantoso aunque nostálgico silbato del carrito de los camotes (otro evento ahíto de terrores infantiles, de auténtico Unheimlich), siempre en sábado, justo al momento en que se pone el sol —un anticipo de la llegada del domingo. Se trata de pequeños sucesos que he incorporado a mi mitología personal y su posterior interpretación le da hoy sentido a diversos aspectos de mi infancia.

Pero sé que mi terror infantil ante ese llanto desconsolado está asociado a los primeros meses de vida de mi hermano Enrique.

Él, de bebé, padecía reflujo por un afección del píloro, de manera que el alimento se le devolvía por el tracto del esófago, generándole un profundo malestar físico y un llanto inconsolable. Mi madre pasaba las noches en vela, tratando de calmar el dolor de mi hermano y de darle consuelo para que conciliara el sueño. Imagino que ello causó una profunda impresión en mí (yo apenas tenía dos años), con respuestas ambiguas ante ese hecho: por un lado, mi deseo de calmar el dolor de esa criatura y que mi madre lograra tener las tan necesarias horas de sueño; por otro, la rabia ante la situación, los terribles celos infantiles y un deseo homicida de desaparecer a quien ya representaba una competencia por los afectos de mis padres; otro más, quizá la desagradable sensación de palmaria impotencia ante el hecho, una frustración temprana, la otra cara del dolor que correspondía como en imagen invertida al padecimiento de mi hermano.

Han pasado más de 60 años de esta imaginada escena y hoy aún me sigue llenando de terror y angustia el llanto desconsolado de un bebé en medio de la noche.

Rutas de la pasión

Tengo (literalmente) miles de recuerdos de mi hermano Enrique, fallecido hace unos días. Nuestra relación nunca fue sencilla y chocamos como el agua y el aceite —temperamentos muy distintos, incapaces de reconocer al otro y de establecer un diálogo fraterno.

Hay una historia en el Antiguo Testamento, la de Jacob y Esaú y sus pleitos por la primogenitura, que tuvo también un profundo efecto en mí. Hay un viejo poema para niños en uno de mis libros de lectura en inglés —“The Quarrel” de Eleonor Farjeon— que, cuando lo leí, a los siete u ocho años, me hizo sentir vergüenza de nuestros estúpidos pleitos infantiles. Mi vida está llena de esas referencias.

Jacob luchando con el Ángel; grabado de Gustave Doré de 1855
“Jacob luchando con el Ángel”, Gustave Doré (1855).

Por eso prefiero recordarnos de jóvenes adultos, cuando cada uno ya había elegido una carrera y pasábamos largas tardes de sábados y domingos encerrados en nuestra habitación común, tomando café y fumando sin parar, sumidos en nuestras lecturas —él, con sus códigos de Derecho; yo, comenzando a extraviarme en la infinita Literatura, aunque estudiase Filosofía—, mientras el sol se ponía lentamente, con la radio encendida todo el tiempo, sintonizada en la XELA.

Me gusta recordarnos así porque, aunque nuestro estéril enfrentamiento continuó, esos fueron momentos de trabajo y felicidad para los dos.

Yo terminé mis estudios de Filosofía, con un subsistema en Letras Latinoamericanas, y amplié mi curiosidad hacia el psicoanálisis de corte freudiano. Mi hermano siguió sus estudios de Derecho, leyó a Carlos Castaneda y se aficionó también al psicoanálisis pero, claro, de corte jungiano.

Hermanos y rivales; agua y aceite…

Unos años después, Enrique tuvo un grave accidente y estuvo a punto de perder una pierna por una fractura expuesta. Su rehabilitación tardó varios meses. Luego se casó y tuvo a su hija.

Y una tarde muy calurosa, que jamás podré olvidar, me di cuenta que mi hermano ya no estaba ahí y que su lugar lo ocupaba un Otro, un ser delirante que había usurpado su rostro.

Esta vez, Jacob había perdido su lucha contra el Ángel; el Yo había naufragado en el mar tormentoso del Inconsciente: Enrique había padecido un quiebre psicótico y se le diagnosticó esquizofrenia paranoide. Todo eso sucedió hace 34 años, cuando él tenía 28 aún; ciertamente, un caso tardío de psicosis.

De Beatitude

Mi hermano fue un santo. No en el sentido piadoso, bobo y cursi de un catecismo insulso o de las estampitas católicas que suelen vender afuera de los templos, sino en el sentido fuerte de la palabra Santidad —un ser arrebatado por la Pasión, por el Amor al Misterio y por su ansia infinita de Absoluto. Y al ser un santo, mi hermano fue un Bienaventurado.

Hay, ahora mismo, existen millones de santos en el mundo, que nuestra civilización deshumanizada no reconoce, porque prefiere la versión edulcorada, “libre de grasa y deslactosada” de la santidad. Nuestra sociedad, que es 100% transaccional, ha anulado el espacio para el Misterio, para la Pasión y para la Poesía. Por eso que llamamos Amor, hoy se ha reducido a un simple estado de cuenta, con haberes y deberes, con bienes y deudas, con planes de un imposible y dietético futuro feliz.

Martirio de San Sebastián, de Andrea Mantegna (1480).
Martirio de San Sebastián, de Andrea Mantegna (1480).

Leon Bloy dijo que no hay mayor tristeza que no haber sido santo. Si eso es cierto, en medio del dolor y de la infinita angustia que padeció Enrique, él fue infinitamente feliz.

…Pero la Santidad, la Pasión y el Absoluto siempre pasan factura y, como sucede con todas las enfermedades mentales (e incluso con la escucha misma), esos costos se pagan con el cuerpo y con la mente.

Si bien es cierto que en la actualidad se ha reducido el estigma que antes solía pesar sobre las enfermedades mentales, sospecho que ello obedece más a esa misma lógica transaccional y no tanto a los valores profundos que nos devolverían parte de nuestra humanidad perdida para siempre. Podrá haber tolerancia, pero no hay suficiente comprensión ni tampoco verdadera disposición a entender esa realidad humana. Animal portador de palabra, como lo define Aristóteles, sólo el animal humano es capaz de delirar.

Yo no siempre descifré el padecimiento de mi hermano de la forma hasta aquí expuesta. Sólo he llegado a estas conclusiones después de muchos años y de mucho dolor compartido. Pero también, gracias al amor, la dedicación y la solidaridad de mi mi propio hermano, quien en los últimos años se había vuelto muy cariñoso, dulce, ordenado y responsable.

Dueño de una memoria prodigiosa, casi fotográfica, era capaz de rememorar nombres, frases, refranes, anécdotas, números telefónicos, letras de canciones… siempre con una sonrisa pícara sobre su rostro, que me recordaba su sonrisa de niño —la un ángel travieso, diría mi madre.

Voy a extrañarlo mucho.

Domingo de Ramos, 2025.