El señor quema sus naves
A Gloria, profundamente
Este era su sueño:
Perdido en una ciudad desierta y peninsular, caminaba por calles desconocidas, buscando. Avanzaba la tarde y el calor era sofocante. Insólito: los edificios no daban sombra. En los cristales y en los espejos de las fachadas, su propia imagen se reproducía, infinitamente y deformada. Se encontró rodeado de fantasmas. Sintió un terror antiguo al ver su rostro muy de cerca. Mientras caminaba escuchó sus pasos y el eco de sus pasos, y el aire aullando entre paredes y ventanas indiferentes, y el ruido del mar, el mar, rodeándolo. Una nube muy blanca desapareció, desgajada por un edificio delgado y alto. Después oyó truenos en el cielo, vio caer un rayo y comenzó a llover. Dejó que el agua lo mojara: sin querer sus rodillas tocaron el suelo. Lentamente se inclinó, cerrando los ojos, hasta olvidarse de sí mismo…
Al levantar la mirada, estaba frente a una fortaleza antigua, de piedras grises, circular. No recordó que durante veinticinco años él mismo había peleado una guerra inútil, atacando una y otra vez sus murallas eternas, asediándola. Olió la sangre de sus heridas. Miró los cuerpos deformes y sin vida de los muchos guerreros que lo rodeaban: eran esos mismos hombres que vio reflejados, infinitamente, en la ciudad de los espejos. Hundió su lanza en la arena. Atrás estaban los barcos construidos para el regreso, esperándolo. Miró el cielo pardo, miró la tierra despedazada, miró su cuerpo maltrecho y sus ropas sucias. Con una lanza rota y un trozo de tela de su camisa fabricó una antorcha, la levantó encendida contra el cielo y la arrojó, prendiéndole fuego a las naves. El humo dibujaba palabras y en ellas leyó su historia. Se arrodilló sobre la arena y esperó, sin saber qué esperaba…
Y tal vez en ese momento despertó.