Crow Boy
Esta es una de esas historias que, como otras, debí haber escrito hace mucho tiempo.
La Miss Coca —nombre original, creo recordar, Georgina— era chaparrita, de pechos redondos como sus caderas. La cintura, estrecha. Solía vestir jeans y blusas escotadas, La definición perfecta de la mujer bajita con “cuerpo-reloj-de-arena”. El rostro, lo recuerdo, un poco grosero, boca y mejillas llenas pero ojos muy grandes, parlanchina, con una voz levemente estridente. Nos daba clases de inglés. Cursaba el tercer grado de primaria.
Una vez a la semana leíamos un cuento de un libro de texto publicado (creo) por Collier Macmillan. Recuerdo la portada: era blanca en la parte superior, con letras azules y, después, aparecían ondas como olas en diferentes tonos progresivos, que iban desde un azul claro hasta uno más oscuro.
Los libros de inglés eran siempre mis preferidos y los hojeaba desde el primer día, desde antes de iniciar clases. La primera vez que encontré esa historia tuve algo así como el presentimiento de que quedaría unida a mí.
Supongo que era finales de otoño. Todavía tomábamos clase en los salones que estaban justo debajo del enorme gimnasio, donde una vez al mes (el primer viernes) se celebraba misa. Supongo que ese invierno, después de las vacaciones de diciembre, se iba a inaugurar el nuevo edificio de tres pisos, con salones amplios e iluminados, que aún se construía en un extremo del amplio patio de recreo, a un costado pero por debajo de la cancha principal de futbol. El colegio ya estaba creciendo.
Dije que era finales de otoño. Mi lugar estaba en la fila pegada a las grandes ventanas. Afuera había árboles, pájaros cantando en las ramas de esos árboles, el viento meciendo suavemente las ramas de esos árboles. Yo, con toda seguridad, estaba aburrido. Escuchaba lo que se decía en clase —distraído, de alguna manera lo escuchaba, pero mi atención estaba afuera: en los árboles, los pájaros, las hojas cayendo, el ruido del viento, el crepitar del césped que ya comenzaba a secarse.
El personaje
La historia que leíamos esa tarde se llama “Crow Boy”, un maravilloso cuento de Taro Yashima, publicado en 1955, ilustrado por él mismo. El cuento de mi presentimiento.
“Crow Boy” narra la historia de un niño menudo, de quien nunca sabemos su nombre, al que apodan Chibi (niño bajito, en japonés). Solitario, un extraño para todos, Chibi asiste a una escuela semirural, en una aldea del Japón de la postguerra. Por ser otro, Chibi es (hoy se diría, con chocante corrección política) objeto de una forma leve de bullying escolar. Temeroso, evita a sus compañeros, se refugia en sí mismo, hace biscos para no ver lo que no le gusta, no habla ni se relaciona con nadie, prefiere la compañía de los insectos y gasta el tiempo mirando la lluvia que cae afuera. Al final de la historia sabremos que, para llegar a la escuela, Chibi debe abandonar su casa desde antes del amanecer y, al terminar la jornada, camina de vuelta hasta el atardecer, cruzando así dos veces al día un tupido bosque, por diversas veredas que rodean una montaña.
Con frecuencia, Chibi está distraído durante la clase, su mirada se pierde en la lluvia y el bosque. Sus compañeros lo tachan de imbécil y lerdo (slow poke).
Llega el final del sexto año, el último, y el profesor, un hombre amable que establece una buena relación con Chibi, lo postula para el concurso de talentos de fin de cursos. En el escenario, Chibi demuestra una habilidad única, insospechada: imita las distintas voces de los cuervos, desde el croar de los recién nacidos o de los que cantan al atardecer, hasta los que lloran una desgracia en la aldea y los viejos cuervos que cantan su triste canto, encaramados en un viejo árbol. Tras esta exhibición del secreto talento de Chibi, todos en la escuela se conmueven y comprenden que, durante seis años, juzgaron mal al raro, que a partir de entonces en la aldea será llamado “Niño Cuervo” (Crow Boy).
El apodo
Eses día, al verme “distraído” durante la clase, supongo que Miss Coca quizo sorprenderme y me lanzó alguna pregunta sobre “Crow Boy”, el cuento que leíamos. Respondí sin pensarlo mucho, respondí correctamente. El enojo y la frustración de Miss Coca fue evidente.
“Te pareces al personaje de la historia”, dijo, y el salón entero rió. Desde entonces dejé de ser “Puertas” y me convertí en Chibi.
Durante varios años resentí el mote, que (sentí) enfatizaba mis rasgos un tanto asiáticos. Mucho tiempo después se volvió un motivo de orgullo. En su cólera mal simulada, Miss Coca nunca sospechó el gran regalo que me había dado: unirme con una historia, multiplicarme, recordarme que a fin de cuentas soy —como el personaje de esa minificción de Thomas Bernard— un imitador de voces.