6 de junio

6 de junio


A mi hermana Leticia, funcionaria de casilla.

Ustedes sabrán disculparme: he estado alejado de este espacio, lo sé. Desde marzo no he tenido mucha cabeza, ni muchas ideas, ni muchas ganas para escribir.

Pero han sucedido tantas cosas desde entonces…

Tuvimos campañas. Tuvimos elecciones. Defendimos nuestra democracia —no sólo votando en contra del presidente*, sino antes que nada simplemente saliendo a votar, simplemente participando.

Está comprobado en todo el mundo —y México, por cierto, es para los muy despistados parte del mundo y eso no hay que olvidarlo— que una mayor participación de ciudadanos en una elección es la vacuna más efectiva en contra del voto clientelar, en contra del llamado voto duro, el voto de la imposición, venga de donde venga. Una mayor participación vuelve imposible que el tirano en turno descalifique una elección.

Bien por ti, bien por mí, bien por todos nosotros. Eso lo debemos celebrar mucho. Yo lo celebré el domingo 6 de junio por la noche, emocionado y conmovido. Me conmueve ver cómo nos afirmamos (otra vez) en el voto libre, más allá de las convicciones de cada quien, más allá de las filias y de las fobias. De eso se trata la democracia. Eso es lo hermoso que tiene la democracia. Porque por un día es muy concreta aquella idea tan abstracta del poder “del pueblo, por pueblo y para el pueblo.” Espero nunca olvidar esa emoción. Espero que nadie la olvide. Espero que los padres hoy le transmitan a su hijos esa emoción y esa convicción. El poder emana del pueblo, y esta idea se hace concreta un día en específico: el día que vamos a votar.

Instituto Nacional Electoral

Derrota por votos

El tirano fue derrotado en las urnas. Más allá de los cálculos de los partidos políticos, los ciudadanos le marcamos un límite: hasta aquí llegaste.

No deja de maravillarme la democracia, porque esa misma clase media que lo encumbró hace tres años, hoy lo rechaza y le dijo: “¡Basta!” Esa misma clase media, a la que hoy desprecia e insulta, le dio la espalda.

A mí, personalmente, me tiene sin cuidado que nos desprecie y que nos descalifique, me tienen sus cuidado sus insultos bobos e infantiles, me parecen irrelevantes sus argumentos y peroratas sin ideas, que trashuman rencor, odio, resentimiento, un deseo de venganza.

Será porque nunca he sido su fan, porque nunca me engañó con sus sofismas o pases de mago de pueblo; o será porque ya fui engañado muchas, demasiadas veces, o porque he leído y estudiado y porque no soy dócil.

Se puede decir que nadie ganó en esta elección, pero que tampoco nadie perdió. Y sin embargo, respecto de lo que tenían y de lo que necesitaban, el presidente* y sus sicofantas perdieron más de lo que ganaron. Y si no, ¿por qué sigue tan enojado el hombrecito?

Aunque la oposición no haya ganado más, la ciudadanía ganó algo que es difícil de medir: ganó el espacio que antes sólo ocupaba el Supremo, tras el tsunami de 2018.

El domingo 6 de junio, los ciudadanos salimos a votar para decirle al presidente* y a sus lacayos que el país es de todos, que no es sólo de él o de ellos. Y eso es lo que lo tiene enojado.

Si el poder enloquece, el poder absoluto enloquece absolutamente. El presidente* creyó ser la encarnación y el sujeto de la Historia. Hoy es apenas un delirio: uno delirio más de ese relato que cuenta un idiota, lleno de ruido y furia, y que significa nada (“…a tale / Told by an idiot, full of sound and fury, / Signifying nothing”, Macbeth, Acto V, escena 5). Un delirio, en fin, que cada día se escuchará menos y menos fuerte.

Sin embargo, no hay que dormirse en los laureles ni cantar victoria. Hay que seguir atentos. La pandemia no se ha ido, la economía sigue en la lona y quedan tres largos años de demagogia mañanera. No hay que descartar que el hombrecito de palacio tenga aún tentaciones meta-constitucionales y maximalistas. Hay que seguir atentos.

No podemos aceptar que siga violentando el marco legal —que, imperfecto y todo, nos hemos dado. Cada falla, cada infracción, debe ser señalada y se debe exigir castigo y consecuencias. Los temas son importantes, el personaje ya no lo es.

El país que queremos

Si aspiramos a ser un país de leyes, hay que aplicar la Ley siempre, justa e indiscriminadamente. Si queremos darle certeza a los demás, debemos ser certeros y exigirnos certeza a nosotros mismos.

El mundo es muy cabrón, no nos engañemos. Y en este mundo cabrón toca ser un país digno, responsable y orgulloso, no un país que esconde sus miserias o que pide permiso, porque se siente incapaz.

En una charla que le escuché en días pasados a Luis De la Calle, dijo que la misma provisión de la que Trump quería echar mano para sacar a EEUU del TLC (el art. 20.22 del tratado), fue originalmente diseñada para permitirle a México salirse del TLC, porque entonces se daba por sentado que no lograríamos ser competitivos.

Es decir: en 1993 nadie imaginaba que México resultaría tan competitivo como hoy ha probado ser. Ese dato debería dejarnos en claro que, si nos lo proponemos y nos organizamos y trabajamos por ello, somos un país y un pueblo que, por derecho propio, debe tener su propio lugar en el mundo y que no tiene que pedirle permiso a nadie.

Pero confirmarlo exige trabajo, todos los días.

Parte de este trabajo tiene que ver con el cuidado de nuestra democracia: cuidarla de tiranuelos banderas, de coroneles a los que nadie les escribe, de patriarcas en su otoño. Y la mejor manera de cuidarla es participando y yendo a votar, siempre.

A los más de 1.4 millones de ciudadanos que organizaron y cuidaron de la elección del 6 de junio pasado, y que nos permitieron votar en libertad y que contaron los votos, ¡un millón 400 mil gracias!

¡Juntos defendimos al INE! ¡Juntos defendimos nuestro derecho a votar en libertad! ¡Enhorabuena, mexicanos!

Siguiendo el ejemplo de Charlie P. Pierce, el gran columnista político de Esquire, destaco con un (*) el término presidente para subrayar mis dudas y evitar el repetido uso de (sic), adverbio que indica que la palabra o frase precedente es literal o textual, pero es o puede parecer incorrecta.