Gente que no ha aprendido nada
El título de esta entrada lo copio de una declaración de Octavio Paz en 1990. El poeta respondía a las críticas de algunos fanáticos de la llamada izquierda, que buscaban descalificar el “Encuentro Vuelta: La experiencia de la libertad”, cuando en la prensa doctrinaria se acusó a quienes participaban en ese coloquio de “pertenecer a la internacional fascista”. Más de 30 años después, el tiempo ha colocado a cada quien en su lugar; y sin embargo, aún hay «gente que no ha aprendido nada».
Enrique Krauze recordó, hace casi un año, aquél encuentro en este artículo, donde advierte: «Quienes no habían aprendido nada entonces, nada aprendieron después. Y ahora están en el poder.»
Voy ahora a mi argumento central: es imposible aprender algo nuevo cuando no se es capaz de abandonar las tercas creencias y se habita un mundo infantil, sea la fe en un utópico futuro predeterminado (nuestra fe en el progreso), sea la creencia en un “sentido de la historia”, en un plan universal de salvación (mesianismo), la idea sin prueba alguna de una anhelada trascendencia, etcétera.
El pecio arrojado
En Ser y tiempo (1927), Martin Heidegger equiparó la condición existenciaria del ser-ahí (el animal humano) a la de un pecio. Esta palabra nombra al «pedazo o resto de una nave que ha naufragado». Para este filósofo alemán, acaso el más influyente del siglo XX, somos como los restos de un naufragio, estamos arrojados al mundo (el llamado “estado de-yecto”) y sólo somos capaces de crear sentido (de crear mundo) mediante el habla, el lenguaje. No hay en la propuesta filosófica heideggeriana algo así como un “sentido trascendente” predeterminado. En otro texto, Carta sobre el humanismo (1946), dirá que «el lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre.» Pero antes, en ¿Qué es metafísica? (1943), ya había advertido que el ser es nada —esa nada de la que la ciencia o la técnica no pueden hablar, esa nada a la que todos habremos de volver algún día.
Creo que esa “gente que no ha aprendido nada” evita —con sus fantasías a veces perversas y/o ingenuas, casi siempre delirantes— el quid de nuestra condición humana, eso que se nos revela en las noches de insomnio, eso que pretendemos «apaciguar con el “arrorró del cielo”» (Freud, El malestar en la cultura, 1930. En esta frase final del cap. VI, Freud citó una imagen del poeta Heine).
Aquello que “esa gente” no puede aprender se reduce, en última instancia, a la más dura experiencia que todo hombre debe aceptar y acaso comprender: la experiencia de la propia finitud. Desde hace más de un siglo hemos tratado, infructuosamente, de tapar ese hueco, ese vacío, con objetos —sean mercancías o ideologías, “experiencias” o vanos sustitutos de nuestro verdadero anhelo primero y final: el Ser. Le hemos dado la espalda incluso al Misterio, tratando de objetivarlo todo, atrapados en una lógica transaccional que cada día nos deja más y más vacíos (de subjetividad, de dimensión trágica). Somos esos “hombres de paja”, esos “hombres huecos” descritos en el gran poema de T.S. Eliot. Seres atrapados en el propio laberinto de espejos que nos hemos construido. Necesitamos, como antes lo señaló Rainer Maria Rilke, cambiar nuestra vida («Du musst dein Leben ändern»,Torso arcaico de Apolo).
Leer poesía
He citado o señalado a un puñado de poetas. No es gratuito. Comencé con una frase de Octavio Paz, poeta ante todo. Heidegger, lector atento de grandes poetas (Hölderlin, Trakl), afirmó que los “guardianes de la casa del Ser”, los guardianes del lenguaje, son el filósofo y el poeta. Ambas, poesía y filosofía, señalan hacia el Misterio —lo señalan nombrándolo, lo nombran con figuras, imágenes, metáforas que dicen al tiempo que ocultan.
Leer poesía es, creo, el mejor antídoto para los tiempos que corren, especialmente en estos días de rabiosa pandemia. Leer poesía nos regresa a esa “casa del Ser” y nos enfrenta al Misterio. Vale la pena emprender esa travesía. El Misterio no tendrá respuesta objetiva o perdurable, pero será el pretexto para un goce intenso —volver a habitar, por breves instantes, la casa del Ser.