Alto. Siga. Ceda el paso.
Hubiese querido dedicar esta entrada, la segunda del año, a lo que sucede en estas semanas: los furiosos ataques a la libertad de expresión, la flagrante violación de la Ley desde la más alta posición del poder, las crecientes evidencias de una corrupción alucinante, la dolorosa polarización en aumento, un “presidente” (sic) ya desquiciado. Pero quiero hacer una pausa y dirigir la atención hacia otro tema.
Creo que el señor López Obrador es un síntoma (ya lo he dicho antes), pero creo que no es la enfermedad. Entendámonos: la tos o los estornudos pueden ser síntomas de una gripe; la diarrea puede ser síntoma de infecciones en el sistema digestivo; la debilidad y el cansancio prolongados, síntomas de enfermedades más graves, como cáncer, arritmias o tumores.
Pero el síntoma no debe confundirse con la enfermedad: la tos no es el virus, la diarrea no es la infección bacterial, el cansancio no es la metástasis.
¿Qué significa padecer socialmente un síntoma como López Obrador? Significa que hay algo “enfermo” en nuestro cuerpo social. Significa que hay un mal que debemos atender.
Se habla mucho de la “sociedad civil” pero encuentro pocos esfuerzos para hacer concreto este concepto, bajarlo “a nivel de calle”.
Una sociedad está compuesta por individuos concretos. Atender al comportamiento de esos individuos, en situaciones concretas, podría, creo, darnos alguna idea de algo de lo que anda mal entre nosotros (ya desde hace tiempo).
Propongo aquí atender a lo que pasa ahí, justo en la calle, a manera de ejemplo (uno entre muchos posibles) para comprender en lo concreto eso que llamamos “sociedad civil” y sus probables males: ¿cómo nos comportamos, digamos, cuando manejamos un auto?, ¿qué es lo que vemos?, ¿qué es lo que hacemos?
Alto. Tope.
México es el país del tope. Hasta hace algunos años, creo que no había calle en la ciudad de México que no tuviera un tope —antes hechos de medias esferas de metal sujetadas al pavimento, luego hechos con simple asfalto amontonado—, excepto en el Periférico —porque había tramos del Circuito Interior sí los tenían.
El tope es una realidad curiosa: es el obstáculo físico que, ahí donde hay un signo que nos ordena el ALTO, nos obliga a frenar so pena de dañar nuestro vehículo.
Cuando viví en EEUU, me costó mucho trabajo reconocer esas señales octagonales de STOP en rojo: no estaba acostumbrado. Una señal de ALTO (en teoría) mandata que el conductor debe detener totalmente su vehículo, para luego volver a avanzar. Hay señales de ALTO frente a escuelas, hospitales, asilos, centros de atención para discapacitados…
Antes existía esa misma señal… pero también un tope… por si las dudas. Porque no tenemos la costumbre de respetar esos señalamientos —y en teoría sí, lo sabemos… pero en la práctica no, porque no los respetamos.
Pero claro: tampoco se nos imponen multas. Las señales de ALTO son un adorno urbano, lo mismo que las señales que nos imponen límites de velocidad.
Siga. Ceda el paso.
¿A cuántos no nos ha sucedido? Estamos en un cruce de calles, las líneas para el paso de los peatones están claramente marcadas. Nos quedamos atorados a mitad del cruce y entonces la luz del semáforo cambia de verde a rojo. Y ahora impedimos el cruce de otros vehículos.
O peor: si respetamos ese cruce, anticipando que podríamos quedar a la mitad, alguien detrás de nosotros hace sonar con rabia su bocina, furioso por avanzar dos o tres metros más. No abundaré sobre la cortesía mínima para manejar, como mantener la derecha, como ceder el paso, como guardar la distancia…
Si somos peatones, con frecuencia nos encontramos con un vehículo o motocicleta invadiendo el camino marcado para el peatón. Y el Reglamento de Tránsito no aplica a los ciclistas: en ese mundo alterno no parece haber semáforos ni preferencias ni civilidad.
En nuestra realidad motorizada, el otro no existe y, si existe, existe como una simple cosa, nunca es otro ser humano.
Ley de la selva
Nuestra convivencia en los espacios públicos nos da señales claras de lo que no anda bien entre nosotros.
La calle, ya se sabe, es para el más gandalla. Resulta milagroso que cada embotellamiento no derive en guerra civil, aunque nunca faltan aquí y allá conatos de bronca por nimiedades de corte machista.
Puedo extender la figura a lo que sucede en los estadios: ¿de verdad es extraño que abunde en ellos el comportamiento barbaján y los gritos homofóbicos?
¿Qué es entonces lo que hace falta? Sugiero una respuesta: nos falta el respeto a la ley, falta el respeto a la norma, a la mínima cortesía.
A un extranjero debe resultarle surrealista experimentar la realidad mexicana en lugares como la ciudad de México. Pero no deberíamos de confundirnos: detrás de ese “realismo mágico” que tanto nos (auto) celebramos, hay una carencia profunda: la carencia de Ley.
Esto es, creo, una posible manifestación de la enfermedad que nos habita. Una… hay muchas más. Sé que pasará tiempo para que logremos corregir estas taras. Pero si queremos sobrevivir como Nación libre, es necesario rechazar en nosotros mismos, ante todo, las pulsiones autocomplacientes.
Una sociedad civil organizada incluye la toma de conciencia de simples detalles como: alto, siga, ceda el paso, etcétera. O como alguna vez me dijo mi muy querido maestro Miguel Manzur: “Tanto derecho tengo yo, como el que va enfrente o el que sigue detrás”.